Page 35 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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A cada minuto el lugar se oscurecía más y más. Aunque él era el monstruo, tenía

               miedo. Nunca le había pasado, pero aquel sitio tan extraño lo atemorizaba. Miró
               la puerta abierta que daba hacia el patio.

               —¡Chíntroles! —exclamó. No le atraía nada la idea de buscar por aquel rumbo.

               Oyó pasos en la entrada. Pensó que ya tenía a su primera víctima. Corrió para
               atraparlo al tiempo que gritaba:

               —¡Un dos tres por…! —su cabeza chocó contra una superficie blanda. La

               sangre se le congeló. Era el viejo Filomeno, de cuya garganta brotó un ¡grrrrrrr!,
               a la vez que con las manos trataba de atraparlo. Lo sujetó del antebrazo. Nacho
               intentó zafarse.


               —¡Tengo que ir con mi mamá! —clamó con los ojos mojados por el llanto.

               El hombre lo sujetaba con firmeza. Nacho le tiró una patada a la espinilla, dio en
               el blanco y su brazo quedó liberado. Escapó hacia la calle. Corrió dos o tres

               cuadras y solo se detuvo cuando perdió de vista la funeraria. Sus mejillas estaban
               rojas y sentía los pulmones inflados como globos de feria. Quiso correr hasta su
               casa, encerrarse en su cuarto y no volver a saber nada de aquel tipo. Su cuerpo
               temblaba como un pajarillo desplumado. Se alejó cada vez más de la funeraria.


               Tavo esperaba, masticando chicle, haciendo bombas y tronándolas. Quería hacer
               un poco de ruido porque aquel ambiente lo inquietaba. De pronto, vio una
               sombra alargada acercarse: emitía un gruñido. “¡Qué bien le sale el monstruo a
               este canijo!”, pensó. No se escuchaba ni el sonsonete de un grillo. Era una noche
               huérfana de luz.


               —¡Grrrrrrrrr!


               Sintió un apretón en la garganta. El susto fue mayúsculo. Las manos, al atraparlo
               por detrás, le impidieron identificar a su verdugo. Trató de quitarlas de ahí.


               —¡Yaaaa… aaagggh! ¡Na… a… a… ch… o! Me… do… y…

               Aquellas manos no parecían las de su amigo: eran poderosas y grandes y, sobre

               todo, apretaban su cuello en serio. Se desesperó. Tiró un codazo y, al sentirse
               liberado, quiso reclamarle. Tavo se quedó atónito al mirar en vez de a Nacho al
               vendedor de ataúdes, quien tenía una mirada cargada de odio.
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