Page 31 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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lujo.


               Se pasaba largas horas esperando en su escritorio a que algún cliente entrara para
               solicitar los servicios funerarios. Pero como la gente, en general, gozaba de
               buena salud, el trabajo escaseaba y, con ello, los difuntos. Se lamentaba por solo

               vender una caja al mes y porque eso lo llevaría a la ruina. Entonces, para matar
               el tiempo, adquirió una rara afición: disecar en el área de la morgue pájaros,
               ardillas, gatos, armadillos y cuanto animal cayera en sus manos, mientras se
               escarbaba los dientes con unos palillos. El único que se había salvado de sus
               siniestras artes era su querido Rasputín, que era tan negro como su propia alma.


               En ocasiones solía ponerse muy triste porque pasaban las semanas y no se moría
               nadie en el pueblo, y el polvo se acumulaba encima de la mercancía. De hecho,
               durante algunos años recibió la ayuda de un hombre mayor llamado Crispín,
               quien fabricaba los féretros, y de una señora que le ayudaba a barrer, a trapear el
               piso y a sacarles brillo a los ataúdes para que estuvieran presentables. Como los
               clientes escasearon, el viejo Filomeno acabó por despedirlos.


               El único familiar con el que tenía contacto en aquella ciudad era un sobrino
               llamado Hugo, hijo de una hermana a quien no le diri gía la palabra por asuntos
               de herencia. Filomeno veía al chico cuando regresaba de clases, pues el negocio
               quedaba de camino a la escuela. Al principio, cuando se encontraban, se miraban
               fijamente, hasta que el muchacho le tomó confianza y le empezó a sonreír. A
               Filomeno le cayó bien que no se atemorizara como el resto de los chicos, que
               preferían evitarlo y hablar a sus espaldas. Un día lo invitó a trabajar medio turno
               para cuidar el negocio.


               —¿Conoces a ese viejo cara de palo? —preguntó Laura, amiga de Hugo.


               —Es mi tío.


               —Pues se ve muy siniestro.


               —Pero no es tan malo. Me dio trabajo.


               —¡Yo ni muerta trabajaría ahí! Me daría pánico estar cerca de él.


               Hugo empezó a trabajar el siguiente lunes y así conoció las excéntricas
               costumbres de su tío. Lo miró alimentarse exclusivamente con patas de pollo
               cocidas en sal y agua, guardar cabello de los difuntos en un cofre pequeño o
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