Page 28 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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Las cosas no cambiaron mucho. Nuestra familia fue siempre muy normal. Mi
papá pulía todos los días su vocho; mi mamá renegaba, exigiendo que le
ayudáramos a tender las camas; mi hermana Alicia seguía comiéndose la uñas, y
yo, coleccionando revistas de espantos. A veces sonaba el teléfono y si mi abue
estaba cerca, contestaba, pero del otro lado parecían no oírla. Tal vez porque está
perdiendo la voz: apenas se le oye un hilito.
Una noche, después de cenar cereal con leche y de leer todas las instrucciones y
datos de nutrición que tiene la caja, me dio sueño y me levanté de la mesa para ir
a mi cuarto. Mi abue limpiaba sus anteojos y bostezaba, ya cansada también.
Le dije “Buenas noches” y me devolvió, como siempre, una sonrisa; entonces
me fui a dormir. Al otro día el profe de Educación Física nos iba a calificar con
lagartijas y sentadillas, y por lo tanto me esperaba un día terrible, pues jamás en
mi vida he podido hacer una canija lagartija. Cerré los párpados y no supe más
de mí. Entre brumas, salí al jardín y miré la mecedora vacía moviéndose
lentamente, haciendo un rechinido. En ella mi abue me mecía sobre sus rodillas
mientras me cantaba una canción que todavía me encanta:
—¡Riqui-riqui-riqui-ran!
Los maderos de San Juan
piden pan, no les dan,
piden queso, les dan hueso
¡que se atora en el pescuezo!
Se me salió una lágrima. De pronto percibí un ruido. Salí del sueño. Era el
bastón de mi abue arrastrándose por el suelo de madera del pasillo. Lo oí con
claridad. Me froté los ojos cuando de repente escuché un grito desesperado y el
bastón rodando escaleras abajo. De un salto me levanté y corrí hacia la puerta
para ver qué había pasado.
—¡Abuela! —grité asustado, y la miré cayendo aún por los escalones. Pensé en