Page 51 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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—Yo tampoco quisiera pensar mal pero no podemos descartarlo.
—Pues si te pones en ese plan, también podrías ser tú —observó ella.
—¡O tú! —contestó Miguel.
La desconfianza estaba sembrada dentro de la familia. Cada vez que Gabino
trataba de acostarse en el sofá, Miguel o Teresa lo echaban. Pronto el gato
desapareció de casa. Suponían que andaba vagando por el barrio buscando
compañera, hasta que una noche escucharon un doloroso maullido que se repitió
varias veces, perdiéndose en la lejanía.
Durante una semana nada extraño ocurrió. Miguel se la pasaba encerrado en su
oficina revisando planos de ingeniería, hojeando el viejo libro de magia mientras
el cuervo disecado lo miraba fijamente. Teresa atendía las labores domésticas y
estaba pendiente de los niños. Dos o tres veces fue a la habitación de Marifer y
le contó cuentos de hadas antes de dormirla. Después se quedaba algunos
minutos viéndola, con sus mejillas rosadas y su cara angelical, abrazada a su oso
de peluche. Y se repetía en silencio que por ninguna razón iba a permitir que
aquella paz fuera estropeada.
Teresa quiso arreglar las rosas del jardín y podar el pasto, que estaba muy
crecido. Desde niña le encantaban las flores por sus colores y aromas. Cuidaba
con dedicación ese jardín desde que consiguieron esa casa, porque hallaba cierto
relajamiento en la tarea. Pero el asombro le agrandó los ojos cuando encontró la
solitaria cola de Gabino. La levantó con una ramita. A pesar de estar
deshidratada no tuvo la menor duda, eso era: peluda y con aros cafés y amarillos.
Sintió una mezcla de miedo y asco a la vez. Enseguida cavó un hoyo, arrojó la
cola en ese sitio y la cubrió con tierra para olvidarse de ella. Esta vez no quiso
mencionar el incidente a Miguel.
A las once de la noche Teresa salió del cuarto para echarles un vistazo a sus
hijos. César dormía profundamente y, como siempre, había dejado el televisor
encendido. Lo apagó. Luego se dirigió al dormitorio de Marifer. Se detuvo antes
de entrar. Acercó el oído a la puerta. Oyó reír a la niña. Le pareció extraño que
estuviera despierta tan tarde. Con sigilo hizo girar la manija.
Encendió la luz. Miró a la niña acostada en su cama, cubierta con su cobertor
estampado de nubes y lluvia, abrazando a su oso. Tenía los ojos abiertos. Le
puso la mano en la frente para medirle la temperatura.