Page 50 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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¡goooooooooooooooooool!”


               El balón salió disparado hacia la jaula del canario que colgaba del techo. La
               golpeó levemente por un costado y el canario, asustado, voló de un lado a otro.
               César, para evitarse problemas, dejó la pelota en un rincón cerca de la escalera y

               se retiró a su habitación.

               Al día siguiente despertó temprano para irse a la escuela. Ya que se encontraba
               listo, buscó el balón y grande fue su sorpresa al darse cuenta de que estaba

               ponchado. Tenía clavados tres cuchillos y las cuchilladas parecían de muerte: ni
               el peletero más hábil podría rehabilitarlo. Fue con su mamá, lloró y exigió una
               explicación, pero ni ella, su papá ni nadie fue capaz de darla. En aquel momento
               Miguel sintió que su hijo lo miraba con desconfianza y con cierto resentimiento.


               Durante dos o tres días padre e hijo no se dirigieron la palabra. Teresa alcanzó a
               observar la tensión que existía entre ambos y sintió gran malestar, pero pensó
               que el paso del tiempo haría que las cosas volvieran a la normalidad. Los invitó a
               tomar helado y contó algunos chistes que leyó en el periódico. Ambos rieron
               mientras Marifer pedía que le echaran más mermelada a su cono.


               Pero la situación no mejoró al otro día. La mañana del viernes Teresa se levantó
               temprano para prepararles el desayuno, abrió la puerta y encontró muerto al
               canario. Su pequeño cuerpo estaba desnudo, pues alguien lo desplumó por
               completo y fue dejando un rastro de plumas amarillas desde el umbral de su
               cuarto hasta la jaula donde vivía. Quiso dar un grito pero lo sofocó con las
               palmas de las manos para no asustar a los chicos. Rápidamente despertó a
               Miguel y lo puso al tanto de lo ocurrido. Quitaron el cadáver del pájaro,
               recogieron las plumas y envolvieron sus restos en una bolsa.


               —Tíralo en el bote de la esquina. No quiero que se den cuenta. Apúrate, por
               favor.


               Primero pensaron que fue Gabino, el gato peludo y café, con algunas manchas
               amarillas, que siempre se relamía los bigotes al contemplar al canario saltando
               en su jaula. Pero el gato lo hubiera devorado. No le iba a perdonar la vida a tan
               suculento manjar. Si pretendían culpar al felino, algo no encajaba en esa lógica.


               Después pensaron que el responsable era César.


               —No. No puede ser, él nunca se ha comportado así.
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