Page 100 - El disco del tiempo
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Philippe sabía, gracias a su intercambio de correos electrónicos con todos los

               involucrados de una manera o de otra en el desciframiento del disco, que existía
               una fuerte posibilidad de que fuera falso. Una creación del siglo XX de nuestra
               era. Tal vez un vigoroso golpe de guante cretense contra la mandíbula de Evans.


               —Viejo zorro, encontraste las ruinas de Knossos, las reconstruiste a tu gusto,
               gastaste tu fortuna en fabricarte un sueño a la medida, pero no hallaste ni una
               palabra, ni una frase, ni la tenue línea de un poema elegíaco, mucho menos las
               palabras broncíneas de una epopeya. Condenaste a tus minoicos al
               analfabetismo, a la agrafía, a la ignorancia. Fui yo, el desdibujado Pernier, el
               italiano Pernier, quien encontró el unicum, el ente más particular de todos, el
               solitario, el indescifrado, mejor que la piedra de Rosetta, pues no aporta las
               claves para descifrar una escritura sino algo mucho mejor: la infatigable
               promesa.


               Así pensaba Philippe, sintiéndose Luigi Pernier, acuclillado en las ruinas de
               Festos, en el sitio preciso del hallazgo.


               —Un momento —se dijo— esto que acabo de pensar debo escribirlo en alguna
               parte para ponerlo en el informe misterioso.


               Se había prohibido a sí mismo especular sobre el disco falso del museo de
               Herakleion hasta que transcurriera el tiempo que había solicitado M. Kostas para
               hacer público el hecho. Esto también era digno de escribirse. Pero no ahora.


               Se llevó la mano al bolsillo de la camisa y comprobó que carecía de pluma para
               escribir en el margen del folleto turístico. Vio que el muchacho mexicano con el
               que acababa de charlar estaba cerca, acompañado de una chica y, sin pensarlo, se
               aproximó a los dos para pedir prestada una pluma.


               —De nuevo por aquí, ¿me prestas algo para escribir? —le solicitó
               despreocupadamente a Marco.


               —Claro. Traigo dos plumas. Quédate con una.


               Philippe sonrió y miró a Nuria. De inmediato la reconoció.


               —Tú eres la que estaba ayer en el museo de Herakleion.

               Ella asintió con la cabeza. Estaba incómoda por la situación. Creía que era la
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