Page 103 - El disco del tiempo
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—La fuerza de Poseidón. El dios del mar. El Agitador de la Tierra —concluyó
Philippe, devolviendo a Marco la mirada.
Se había puesto súbitamente serio, un silencio pesado se apoderó de los tres
muchachos.
La noche fue larga para Ariadna, ocupada junto con su madre en preparar en
secreto el cuerpo de Knossos para su viaje al Hades. La reina dio órdenes
perentorias de que no se informara nada a Minos hasta el próximo ocaso. Los
juegos seguirían conforme a lo estipulado y ocurriría el sacrificio de los
prisioneros atenienses.
Con las primeras luces del alba, un triste grupo abandonó en silencio el Palacio
de las Hachas Dobles. Pasífae, Ariadna, Creteia, un tañedor de flauta, Teseo
encadenado y cuatro sirvientes reales que transportaban el triste despojo de lo
que en vida había sido el valiente Knossos, emprendieron el camino al santuario
de Anemospilia.
Situado en el extremo norte del monte Iuktas, al santuario solamente acudían, en
ocasiones especiales, la reina y los sacerdotes. Pasífae quería depositar el cuerpo
de su hijo malogrado ante los pies de la Diosa y ofrecer a Teseo en sacrificio
ritual. ¿Venganza? ¿Justicia? La reina sentía haber llegado al límite. Al lugar
incierto que solamente se puede soportar con el supremo sacrificio: el humano.
Adolescente, había acompañado a su madre, la gran Potnia que llevaba el
nombre de la isla, en el mismo rito. Era el turno de guiar a su hija y de
transmitirle el sentido ambiguo y ensangrentado del poder de las reinas
cretenses.
La sacerdotisa Creteia mascullaba plegarias a los dioses y tenía los ojos
enrojecidos de llorar. Knossos había sido para ella como un hijo y ahora vivía el
dolor de depositarlo en la tierra, muerto en la flor de su juventud. Su ancha
cintura y sus senos fláccidos la hacían parecer la diosa madre cretense, la que
fatigada de tanto parir prepara los caminos de la muerte. Creteia no había tenido
hijos propios. Pero había mecido los sueños infantiles de Knossos y aliviado sus
fugaces enfermedades con cocimientos de hierbas y narraciones. Ninguna como
ella se había sentido tan orgullosa al contemplar la belleza varonil y la fuerza del
joven atleta en los juegos cretenses. Ni siquiera Pasífae, la madre que lo había