Page 108 - El disco del tiempo
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—Qué espantoso —se estremeció Nuria, que estaba sudando frío. Abandonó su

               lugar entre las columnas y caminó hacia la habitación del oeste.

               Nuria era una persona muy práctica, poco afecta a las fantasías y siempre guiada
               por su lado racional. Pero en ese mediodía en las Cuevas del Viento,

               experimentó sensaciones desconocidas e intuiciones violentas que no acababan
               de aclararse. Imágenes que se agolpaban como emitidas por un invisible
               proyector.


               Vio a la sacerdotisa, levantando los brazos a la altura del busto, en cada mano un
               cuchillo curvo. Vio al muchacho de larga cabellera extendido en el altar. La
               frente pálida. Los ojos sin vida. Vio a la mujer más hermosa de la Tierra con el
               rostro más triste del mundo. Y sintió la presencia del héroe, la roca de Zeus, la
               traición de Medea y el dolor de Minos. Todo en un segundo. En una grieta de la
               realidad, en un espejismo de su memoria. Allá, muy lejos, Nuria escuchó la voz
               de Philippe:


               —El movimiento de la tierra y el fuego… Eso pudo acabar con su mundo. Tal
               vez el sacrificio se realizó para conjurar la furia del Agitador de la Tierra, como
               algo inusual, ¿me entienden? Los minoicos no tenían una religión sangrienta.
               Pero el medio hostil, la fuerza de los sismos, los convencieron de que tenían que
               llegar al recurso extremo para que su mundo no pereciera.


               Nuria miró las blancas piedras. Los restos de la pequeña construcción brillaban
               al sol. Una abeja se acercó zumbando y parecía una joya suspendida en la
               eternidad.


               —¿Y el disco? —preguntó Marco—, ¿está relacionado con esto?


               Philippe se encogió de hombros. El rompecabezas de Creta tenía demasiadas
               piezas faltantes.






               El día del inicio de los juegos, Aléktor, el pintor, había viajado a la cercana
               ciudad de Festos en busca de unos materiales que le hacían falta en su estudio.
               Eso manifestó a los operarios de su taller porque, en realidad, iba a culminar el
               encargo de su maestro.


               Había concluido el disco, modelándolo con sus manos. Uno a uno imprimió los
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