Page 110 - El disco del tiempo
P. 110

—¿Qué tiene este humilde pedazo de arcilla? Ejerce sobre quien lo mira una

               atracción peculiar. Es la disposición del mensaje en espiral lo que provoca en el
               lector una sensación de paz y de huida hacia algún lugar que se intuye…

               Alektor dejó encargada la arquilla con el disco y parte de su material de artista

               en una pequeña habitación del palacio de Festos que servía de bodega a obras en
               tránsito, estatuillas y objetos de uso cotidiano y otras destinadas a los numerosos
               rituales que veteaban las ciudades de Minos. Después de haber atendido sus
               asuntos, se dedicó a pasear por las calles de Festos, la hermosa ciudad que seguía
               a Knossos en importancia pero sin rival en belleza. No le pesó haberse perdido
               los juegos de ese día, organizados por Minos en memoria de su añorado
               Androgeo. Muchos habitantes se encontraban ahora disfrutando los juegos y
               Aléktor podía pasear a placer por la ciudad.


               Casi se bebió el crepúsculo y su gloria de naranjas y violetas y, sin querer, pensó
               en la tauromaquia cretense para compararla con un vistoso duelo entre la sombra
               y la luz.


               —Lástima que el rey la haya convertido en una carnicería —se lamentó mientras
               se dirigía a una popular taberna de Festos.


               Dentro, una bailarina egipcia divertía a escasos comensales. La muchacha vestía
               una transparente túnica de lino, al estilo de las mujeres de la tierra del Gran
               Verde —el río del que Aléktor había oído hablar— cuyas muestras de muebles
               preciosos, escultura y joyería habían causado su admiración de artista y cuyos
               motivos había imitado más de una vez.


               —¿Cuál es tu nombre, hija del Nilo?


               —En la lengua de mi tierra me llaman Nefereset —contestó, sin dejar de bailar.


               Sus ojos negros cuidadosamente delineados y su grácil cuerpo la convertían en
               hechizo de los sentidos. Al son de la doble flauta que ejecutaba un melancólico
               músico, el cuerpo de Nefereset ondulaba como los ríos y como las serpientes. Su
               peluca suntuosa se agitaba como un inquietante campo de trigo negro. La
               desnudez percibida bajo el lino se convertía por la danza en su propio vestido.
               Quizá por una noche, la bella egipcia querría alegrar el corazón de Aléktor.


               Al día siguiente, aún dormían uno en brazos del otro cuando el techo de la
               pequeña habitación que los cobijó se les vino encima mientras el disco de
   105   106   107   108   109   110   111   112   113   114   115