Page 106 - El disco del tiempo
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Pero a cientos de kilómetros de Anemospilia, en las aguas que circundan la

               tierra, Poseidón agitaba su cabellera cerúlea, encolerizado por el tratamiento que
               Creta daba a Teseo, quien lo había adoptado como padre.

               El Agitador de la Tierra clavaba sus dedos terribles en las grutas submarinas para

               conmover los cimientos de las islas. Titánico y divino, golpeaba paredes de tierra
               y desviaba chorros de potente magma para provocar un estertor que paralizara
               momentáneamente al mundo y a los hombres, esas hormigas en sus
               hormigueros, que en su soberbia querían igualarse a los dioses.


               Ya hacía erupción un volcán de una lejana isla y las ondas de energía divina
               viajaban por las aguas y por las costillas de la tierra y algo en la conciencia de
               Teseo despertó y se dio cuenta de que los héroes no perecen bajo el cuchillo del
               sacrificio y buscó el momento propicio para librarse de sus ataduras.


               Ariadna no dejaba de mirarlo, como si quisiera llevarse para siempre su figura
               prendida en las pupilas. Y como lo atisbaba, se dio cuenta que había regresado
               por entre los laberintos del narcótico y que estaba decidido a salvar su vida.


               —¡Dioses, que no muera! ¡Poteidan, obra un portento que salve a Teseo! —
               pensó Ariadna al tiempo que comenzaba a sudar frío, como cuando presentía los
               temblores de tierra. Sin vacilar, corrió hacia Teseo y cortó sus ataduras.


               —¡Sálvate, hijo de Poseidón!


               Todos escucharon el rugido de Poteidan. El Agitador de Tierra bramó con su
               garganta infinita y se estremecieron las montañas y el alma entera de la
               talasocracia.


               Creteia vio cómo se desplomaba la estatua de la diosa. Observó sus pies de barro
               con las uñas pintadas y la sonrisa impasible de la divinidad ante el peligro. Llegó
               hacia el dintel y se cubrió la cabeza inútilmente, pues una pesada losa le arrancó
               la vida, llevando su sombra de la mano hasta el Hades.


               Los sirvientes corrieron hacia la ladera del monte Iuktas, el pánico enredado en
               los pies, las voces de su sangre gritando impotentes, los ojos locos y
               amedrentados ante la muerte que les llegó en forma de peñascos desprendidos,
               tumba de eternidad.


               Pasífae la resplandeciente y Ariadna, la heredera del Trono de los Grifos,
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