Page 104 - El disco del tiempo
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negado al nacer, pues era hijo del misterio, la venganza de los dioses, Asterión,

               Minotauro.

               Y ahora, nada, sólo lirio desvaído, pálida flor de la muerte.


               El grupo transitaba en silencio por los caminos polvorientos, cobijados por la
               oscuridad. El camino fue largo y por fin llegaron a Anemospilia cuando el sol
               resplandecía en la gloria del día y la brisa renovada del mar besaba las cumbres
               de las montañas.


               En Anemospilia se encontraba el santuario. Éste era un edificio compuesto de
               tres amplias habitaciones orientadas hacia el norte. La habitación del oriente se
               destinaba para los sacrificios incruentos y el quemado de incienso. La del

               occidente, para las ofrendas de sangre. En la cámara central se levantaban dos
               columnas rematadas en hachas dobles que sostenían una enorme ánfora,
               destinada a recibir la sangre de los animales sacrificados o, en casos
               excepcionales, del ser humano inmolado a una divinidad cruel o impasible como
               el destino, representada por un xoanon, estatua de madera con los pies de barro
               cocido, envuelta en ricas telas, y coronada con un suntuoso tocado. Ante ella se
               disponían ánforas preciosas con los sagrados dones llevados la víspera y una
               roca arrancada a la ladera de la montaña, sobre la que se hacían libaciones de
               sangre.


               Teseo marchaba con las manos atadas y la mirada hueca, pues Creteia lo había
               obligado a beber un jugo de olvido. Privado de sensaciones y de preocupación,
               en la mente del joven trecenio se sucedían pálidos recuerdos infantiles. Veía
               sonreír a su madre Etra mientras su abuelo bebía vino. Un perro devoraba sobras
               del banquete bajo la mesa, mientras una serpiente salía de un ánfora que contenía
               miel.


               Ariadna se había despojado de la capa oscura que la cubría y vestía un traje de
               sacerdotisa adornado con franjas verdes y ocres, parecido al diseño que envolvía
               el cuerpo de madera de la Diosa.


               Tenía que comportarse como serpiente que muda la piel y dejar en el umbral a la
               princesa Ariadna, dejar en el sendero a la mujer enloquecida de amor, abandonar
               en el dintel a la hermana que llora la muerte del hermano.


               Ser Ariadna la sacerdotisa, la Luna que se tiende como arco entre los vivos y los
               muertos, entre los dioses y los olivos.
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