Page 170 - El disco del tiempo
P. 170
–LAS cosas —afirmó Dédalo— no se mueven y pasan, sino que permanecen y
quedan… Sus nombres han de participar de esas características, y las letras con
que los escribimos también.
Sikelia trazaba letras en la arena, fijando los ojos en la raya del horizonte, donde
se unen el cielo y el mar. Esa raya es una permanente cosa —pensó— y esa raya
es una letra.
La trazó en la arena. Dédalo la observó y sonrió.
—Artífice, ésa no es la realidad. Las cosas pasan y se mueven, cambian, sus
nombres participan de esas características. Las letras con que hoy los escribimos
cambiarán y sin moverse se moverán. Lo que quiero decirte es que serán leídas
de diferente manera.
—Quizá sea así, mi querida princesa, quizá sea de manera diferente, pero al
pasar de los días y de las noches, tal vez el nombre cambie y se mueva y la letra
permanezca y quede… Mira el mar, mira la Thalassa y traza su signo en la arena,
al tiempo que, con tu voz articulada, haz pasar su sonido por las Cuevas del
Viento.
Sikelia puso su dedo índice en la raya del horizonte, sutilmente cavada en la
arena. La corrigió para sobre ella marcar el signo de Thalassa, la suave
ondulación del mar: y por las Cuevas del Viento, la princesa dejó pasar el doble
sonido que hace el nombre del mar, y el sonido se enredó en la cabeza
ensortijada de Dédalo, semejante a un dios y se hizo brillo de delfines y partícula
de crepúsculo, para estremecerse en algún lugar del disco color ámbar del
tiempo.
Más tarde, la noche había caído sobre las cumbres de la isla de Sikelia, la de las
tres puntas. El artífice y la princesa continuaban sentados sobre la arena,
contemplando la bóveda celeste, cuajada de estrellas.
—¿Qué es el hombre, artífice?
—Es la palabra que lo nombra, ¡oh princesa!
—Anthroopos…