Page 49 - El disco del tiempo
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primera en notar el ronco sonido subterráneo. Era como el lamento de un enorme
toro prisionero, de un toro…
Ese día, a la puesta del sol, había asistido con su madre a uno de esos rituales
cuyas raíces estaban perdidas en el tiempo. Las dos se habían puesto el traje de
las antiguas reinas, habían teñido sus pezones de rojo y pintado cuidadosamente
sus uñas para ver sus manos en la oscuridad. Pasífae ceñía una corona y su
cabello estaba contenido en una red de oro. Bebieron vino de aquella copa y
mientras la bebida cruzaba el arco de su garganta un músico tocaba la flauta
doble, con sus ojos fijos en el techo. Creteia, la sacerdotisa, movió sus brazos,
siguiendo el invisible dibujo de la melodía.
El toro estaba atado en la mesa y Pasífae dio a Ariadna el hacha doble de oro
para el sacrificio. Ariadna miró al toro con los ojos de su madre. Y se horrorizó
por lo que Pasífae, la omnibrillante, veía:
En el lugar del toro estaba Minos, el rey, con su noble barba blanca, tinta en
sangre. Roja, como el cinturón de Pasífae, roja como los pezones teñidos de
Pasífae, como —ahora lo comprendía— la salvaje naturaleza del amor de
Pasífae, como los ojos y las uñas de la Diosa. Rojo y sangre. Rojo y muerte.
Minos, su padre, retoño de Zeus, la poderosa sangre fluyendo hasta alcanzar el
corazón de la tierra, río rojo que llevaba un mensaje de… ¿qué? ¿A quién? Miró
a Pasífae. La reina estaba pálida. Sabía que su hija le estaba leyendo la mente.
Siguieron puntuales el ritual del sacrificio y con decisión seca degollaron al toro
y recogieron su sangre en una jarra preciosa. Ariadna apretó su rostro contra las
frías losas y trató de olvidar la sangre del toro al atardecer.
Sobre su pecho, la pequeña hacha doble brilló con imprudencia. Ariadna no
quería ser notada mientras caminaba al taller de Aléktor, el pintor.
La noche anterior había tenido un sueño y quería trasladarlo a imágenes.
Si tan siquiera tuviera la mitad del talento de Aléktor, podría ofrecer a las
paredes, al barro o a la piedra —sin intermediarios— las imágenes que poblaban
sus sueños.
La princesa cruzó la larga galería del palacio y pensó que la Casa de las Hachas