Page 51 - El disco del tiempo
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—Estaba sentada sobre la arena blanca de un sitio inexistente, hacía con mis
manos una guirnalda de flores, cantaba una canción silenciosa mientras
disfrutaba la serena brisa del mar.
—De repente, un toro emergió del mar, sus músculos cubiertos de espuma, sus
ojos ardiendo con un extraño fuego, bramaba mi nombre y me miraba
fieramente. Quise correr y no pude. Quise gritar y pedir ayuda y las palabras
permanecieron en mi garganta, atadas con un nudo doloroso. Clavada en el
lugar, miré cómo el extraño toro caminaba hacia mí.
—Así fue —pensé en mi sueño— así fue el momento en el que mi abuela
conoció al gran Zeus bajo la forma del toro.
—Presa de pánico, miré a la bestia a los ojos, percibí su aliento animal y caliente
y puse mi cabeza entre mis manos, sintiendo mi frente sudar en la oscuridad.
Cuando la muerte estuvo cerca, el bramido del toro se convirtió en la palabra de
un hombre. Una voz angustiada gritó mi nombre: ¡Ariadna! Y… yo, la princesa
de Knossos, la hija de Minos y Pasífae, la nieta de Zeus que lleva la égida,
desperté en mi cama del Palacio de las Hachas Dobles, cansada de soñar, en la
hora en que la Aurora de rosados dedos deja el lecho de su amado Titón.
—Como sabes, Potnia, los dioses nos mandan sueños verdaderos mezclados con
sueños falsos, para confundirnos. Pero ese sueño tuyo es una premonición. A mi
ver es una advertencia de los dioses. Del mar llegará una invasión. Nuestros
conquistadores, Potnia. Los días de Knossos están contados. Hemos alcanzado
nuestra hora alta, tu padre limpió de piratas el mar, florecieron las artes de la paz,
durmió la guerra. —Pero… la guerra está despertando de nuevo. Tal vez el
divino Dédalo, mi maestro, ha levantado a los reyezuelos de las islas vecinas,
encendido en su pecho el odio a Minos… Tal vez los atenienses, cansados del
yugo que tu padre les impone, envíen a sus esforzados guerreros, decididos a
morir para liberar a su pueblo del amargo tributo… Somos los vencedores,
Potnia. Sonreímos y gozamos sobre el oro que otros nos envían ensangrentado.
Salpicamos nuestros alimentos con la delicada caricia del azafrán mientras los
pueblos sometidos desgarran carne cruda, como las bestias. Es natural que los
mortales nos odien. Los inmortales pueden estar inclinando la balanza y
mudando la sonrisa de la Fortuna.
—¿De qué manera quieres que traduzca tu sueño en imágenes? ¿Será en un
fresco que adorne alguno de los muros innumerables del palacio de tu padre? ¿O