Page 50 - El disco del tiempo
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Dobles era lo suficientemente grande para contener un mundo. Un mundo de

               insectos —pensó Ariadna— con sus desdichas y alegrías y sus a menudo
               insensatas tribulaciones.

               Pensó en su padre. Y en las historias que se contaban acerca de sus muchos

               amoríos. Nobles damas, bailarinas, atléticas saltadoras del toro y campesinas
               habían pasado por el lecho de Minos.

               —“Hijo de Zeus” —susurró con sus labios curvados en una sonrisa amarga. El

               título bien podía excusar muchas cosas, pero no era bastante grande para
               enmascarar la soledad del talasócrata.

               —¿Acaso Zeus se siente tan solo como Minos, que tiene que buscar amor en lo

               alto y en lo bajo, en las cámaras del palacio y en la choza del pescador, en las
               calles corroídas por el salitre del mar y en las ahumadas tabernas donde los
               mercaderes y artesanos beben su vino?


               El sol se estaba poniendo, como el día de la sangre del toro e inundaba los
               corredores de los talleres con irrecuperable oro.

               Aunque el trabajo en los talleres había cesado, Ariadna supo que Aléktor estaba

               ahí porque amaba la hora en la que el sol perece. Voluptuoso de la muerte: como
               la sangre huyendo de las venas y los sueños huyendo de la noche, cuando las
               palabras pierden su sonido y quedan como signos silenciosos en el dorado Disco
               del Tiempo.


               —El atardecer, la sangre y los sueños fluyen, cambian, desaparecen. Quiero mi
               sueño en una forma sólida, en una cosa entre las cosas, algo que pueda tocar, lo
               contrario a una sombra —dijo Ariadna a Aléktor, después de saludarlo a la
               manera de las sacerdotisas, dibujando una media luna en el aire.


               —¿Qué pudo ser tu sueño, Potnia? (El pintor llamaba a Ariadna con su título
               secreto.)


               —El mar: Thalassa. La isla: Creta. Lo desconocido: el toro. Quizá el destino,
               Aléktor.


               Y el maestro pintor apartó el largo rizo de cabello azul de tan negro que caía
               continuamente sobre su frente, lanzó una mirada al sol que se desangraba
               solitario y se dispuso a escuchar el sueño de Ariadna.
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