Page 53 - El disco del tiempo
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—Él diseñó estas paredes. Convirtió al Palacio de las Hachas Dobles en el

               divino laberinto: la casa de la libertad que es fortaleza a la vez. Fortaleza sin
               murallas, murallas invisibles, hechas de ingenio. Dotó a las habitaciones
               principescas de agua corriente. Hizo confortables las moradas de trabajo y de
               vida de los artesanos, de los soldados y de los sacerdotes. Nos proyectó como
               una colmena en la que todos están satisfechos de pertenecer al conjunto y de
               servir a la reina, la omnibrillante… Mi maestro sin presencia física está presente
               en cada punto del Palacio de las Hachas, en los muros que nos resguardan y en el
               agua que bebemos.


               —Lo extrañas mucho, ¿no es así Aléktor?


               —Sí. Cuando Dédalo llegó a Knossos proveniente de Atenas…


               —Fugitivo de Atenas —interrumpió Ariadna.

               Aléktor continuó sin inmutarse.


               —Fugitivo, sí. Fugaz y divino como los astros con cabellera que cruzan el
               firmamento. Cuando llegó a Knossos yo era un niño, deseoso de descifrar los
               misterios del arte, de pintar delfines que fueran verdaderamente delfines, de

               apresar el salto de las olas con colores de tierra. Él me enseñó más de lo que
               pude vislumbrar. Fue mi padre y mi maestro. Y confió en mí hasta el último día
               que pasó en Knossos.


               El recuerdo volvió a acosar la memoria de Aléktor. Dédalo le había entregado
               dos hojas de papiro, donde había trazado con una caña y jugo de sepia un
               mensaje con dibujos dispuestos en espiral.


               —Es algo muy sencillo, muchacho. Harás un disco de arcilla e imprimirás en su
               blanda superficie estos dibujos. En esta bolsa se encuentran los sellos de oro
               indispensables para su realización. Pero no están todos. La ira del rey me
               impidió terminar mi tarea. Debo huir en la nave ligera con rumbo que no
               conviene revelar ni siquiera a ti, que eres mi hijo en el arte. Desde donde me
               encuentre te enviaré con los mercaderes cretenses los sellos que hacen falta. Y
               cuando termines, deposita el disco con mis hermanos artífices, los festios…


               —Haré como dices, Dédalo —había contestado Aléktor con lágrimas en los ojos
               —, ¿puedo hacerte una última pregunta?
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