Page 71 - El disco del tiempo
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Había llegado la hora de cerrar. Philippe se encaminó con paso decidido a la
dirección del museo y tuvo la fortuna de encontrar al director. M. Kostas salía
acompañado de un caballero de mediana edad, con poblado bigote entrecano y
gruesos lentes. El hijo de la dulce Francia saludó en griego:
—Kalispera, parakaló. Ime Galós, fititís… ke thelo na blepin ton daktilidi tu
Minoa.
Habló rápidamente y los dos hombres se le quedaron viendo.
—¿Que quieres ver el anillo de Minos? ¿Observarlo con una lupa, con luz
especial en una de las oficinas de los investigadores? —inquirió M. Kostas, no
sin sorna—. Eso es imposible. Además, vamos a cerrar. Regresa mañana y
míralo como todos los visitantes.
—Usted debe comprender. Es el sentido de mi vida. Ya he visto reproducciones
en internet, pero los signos son demasiado pequeños, tengo que verlos muy
cerca.
—No puedo conceder ese permiso. Lo siento muchacho…
—Philippe. Mu lene Philippe Legrand. En retribución, cuando usted vaya a
Francia, prometo llevarlo al último piso de la Torre Eiffel.
El acompañante de M. Kostas sonrió. Le murmuró algo al oído al director del
museo y éste frunció el ceño.
—Está bien. Ten la bondad de acompañarnos. Pero solamente lo podrás observar
durante quince minutos, y en nuestra presencia. Tienes suerte, porque mi amigo
acaba de publicar una monografía sobre el anillo de Minos en la Universidad de
Nicosia, en Chipre.
—Pero no nos hemos presentado —intervino el hombre de bigote poblado y
gruesos lentes— me llamo Dimitri Constantinopoulos.
Philippe abrió los ojos desmesuradamente mientras estrechaba la mano de
Dimitri. Éste se llevó un dedo a los labios para indicar silencio. Y los tres
entraron a la oficina del director. Poco tiempo después, uno de los custodios
llevaba ante ellos el anillo del rey Minos.