Page 72 - El disco del tiempo
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—Tú observas y yo hablo —casi ordenó Dimitri—. Escucharás una historia de

               increíbles vicisitudes:

               —Este anillo fue encontrado por el joven hijo de un campesino, cerca de
               Knossos, en 1928, en tiempos de las excavaciones de Sir Arthur Evans. El

               campesino se lo dio en custodia a un sacerdote de nuestra religión ortodoxa,
               quien se lo ofreció a Evans por un precio exorbitante. El arqueólogo hizo unas
               copias pero no adquirió el anillo, en parte porque ya tenía muchos y en parte
               porque le pareció demasiado caro. Lo dio por auténtico y no dejó de señalar su
               interés en sus posteriores publicaciones. Los años pasaron y a mediados de la
               década de 1930, el insistente sacerdote llevó el anillo al Servicio Arqueológico
               Griego, del cual era director Nikolaos Platón. El sacerdote, como la vendedora
               de los libros sibilinos ante el rey etrusco, pidió aún más dinero por el anillo y el
               entusiasta arqueólogo se conformó con hacer una impresión del mismo en
               plastilina. Fue requerida la opinión del prestigiado Spyridon Marinatos, el
               arqueólogo famoso por haber excavado Thera, quien categóricamente afirmó que
               era falso. El anillo fue entonces devuelto al sacerdote, quien lo entregó a su
               esposa para que lo guardara y olvidó el asunto. Como estas cosas son cíclicas,
               Nikolaos Platón, quien siempre creyó en la autenticidad del anillo, buscó al
               sacerdote y le ofreció pagarle lo convenido si se lo entregaba pero el destino le
               jugó rudo al buen ministro. Su esposa, por guardar la joya tan bien, acabó por

               perderla. Los años se siguieron acumulando. Murió el sacerdote. Su casa fue
               heredada por un descendiente lejano, quien al inspeccionar el inmueble encontró
               el anillo en la chimenea y sin dudarlo, el señor Kazantis, ése era su nombre,
               llevó el importante objeto al Servicio Arqueológico Griego. Sin dudas, esta vez
               dotaron al feliz hallador con una jugosa recompensa. Le dieron 400 mil euros.


               —Bonita historia —admitió Philippe, que no había cesado de examinar el anillo
               con unos ojos sedientos— pero en mi opinión, esas recompensas de dinero
               alientan a los ladrones de antigüedades y a los falsificadores. ¿Por qué no apelar
               al patriotismo cretense? ¿Dónde están mejor los tesoros de Minos, en qué lugar
               pueden derramar el oro de sus secretos: en el mercado de valores, en la sala del
               coleccionista o en el Museo de Herakleion? Dimitri sonrió.


               —¿Terminaste de examinar el anillo?


               —No. Podría mirarlo toda mi vida.


               M. Kostas habló seriamente: —Es tiempo de irnos. Hicimos contigo una
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