Page 19 - La desaparición de la abuela
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avivada porque no había manera de tener acceso a él.
—¡Claro que hay modo! —exclamó la muchacha, encantada de ayudarlo—. ¿Ya
no te acuerdas del Museo de la Computación? ¡Ahí hay máquinas viejísimas que
todavía funcionan!
Rodrigo se golpeó la frente sintiéndose un tonto. ¡Por supuesto! ¿Cómo no se le
había ocurrido? ¡Natalia tenía razón!
—¡Si quieres, vamos! ¡Yo te acompaño! Decimos que tenemos una tarea y esta
misma tarde podemos ir.
Con eso de que los chicos portaban un reloj que los localizaba en donde se
encontraran, Natalia, Rodrigo y Esteban explicaron en casa lo de la tarea en el
museo y emprendieron la aventura.
El museo era un sitio fantástico en el que se encontraban los primeros modelos
de computadoras: eran unos armatostes maravillosos como los que se utilizaron
cuando el primer viaje a la luna. Había también computadoras que antecedieron
a las PC’s y las primeras que se pudieron tener en casa, unas cosas rarísimas y
enormes.
Un hombre de gruesos lentes y edad indefinida, de andar lento y con un inmenso
suéter verde descolorido era el encargado de guiar a los visitantes, cada vez más
escasos, por el museo. Fue contando a los tres muchachos la historia de los
adelantos tecnológicos con gran aburrimiento y, con la misma actitud, mostrando
cómo trabajaban esos mamotretos.
Como los participantes en la visita podían hacer las preguntas que quisieran,
Rodrigo iba formulando las que podrían llevarlo hasta su objetivo: ¿cuándo
apareció el monitor a color? ¿Cuándo lograron disminuir las radiaciones que
emitían? ¿En qué año aparecieron los disquets?
El guía, quien de pronto pareció menos aburrido, se sintió muy interesado por
alguien que se ocupaba con tanto entusiasmo por esos equipos obsoletos, y fue
respondiendo a cada una de sus preguntas. Por fin, Rodrigo logró llegar hasta la
que le interesaba: ¿existía algún equipo en el museo que leyera disquets blandos
de baja densidad?
—¡Por supuesto! —exclamó el hombre, mirando fijamente al muchacho—.