Page 22 - La desaparición de la abuela
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—Fíjese que no. El disco está dañado y es imposible leerlo. Se lo devolveré a mi
abuelo y le diré que sus cosas ya se perdieron. Muchas gracias por todo.
—¿Estás totalmente seguro?
—Sí, súper seguro.
—Oye —insistió el guía—. Dijiste que tu abuelo tenía más discos, ¿por qué no
le dices que los done a nuestra institución? Te dije antes que casi no existen y
sería muy bueno que pudiéramos tener una dotación.
—Bueno. Se lo voy a decir y, si quiere, yo le aviso.
—¡De acuerdo! Espero tu llamada. Mi nombre es Rómulo Niente. ¿Cuál es el
tuyo?
Detrás del hombre, Esteban y Natalia le hacían señas para que no fuera a decir la
verdad.
—Me llamo Sebastián del Piombo. Él es mi hermano Andrés y ella mi prima
Teresa. Muchas gracias por todo.
—De nada. Siento mucho que esté dañado. Me hubiera gustado que hallaras
algo.
—Pues sí. Ni modo. Adiós y gracias.
Rómulo Niente observó a los chicos marcharse y, una vez que se hubo
cerciorado de que estaban en la calle, cerró la puerta del museo y se dirigió con
pasos veloces a la oficina de donde antes tomó el alcohol y el algodón. Agitado y
nervioso, se encerró en ella y con mucho cuidado sacó del bolsillo de su raída
camisa un minicelular. Era un audiocel, el último grito de la moda tecnológica.
Una maravilla. Se colocaba en el oído y con sólo decir en voz alta el número al
que se deseaba hablar, hacía contacto, y gracias a un alambre diminuto que
llegaba a la boca, se podía hablar casi en secreto. El hombre dijo el número y
esperó con la respiración entrecortada. Al fin le contestaron.
—Señor. Habla Rómulo. Acaba de estar otro en el museo.
Tras un corto silencio, habló de nuevo: