Page 27 - La desaparición de la abuela
P. 27

—¡Dios mío! ¡Por favor, revisa la casa, pero que no se den cuenta los chicos...!

               ¡Estoy segura de que alguien se metió anoche!

               —No, mujer, no —intentó tranquilizarla Carlos—. ¿Para qué crees que es la
               alarma? Para que estés tranquila. Ahora que se marchen a la escuela, revisamos

               juntos toda la casa y ya verás que no hay nada.

               En otro lugar de la ciudad, a la misma hora, un hombre con traza de mendigo
               colocaba la palma de su mano en una repisa luminosa. Era un lector óptico que

               hacía que las puertas de un gran rasca cielos de cristal se abrieran y le
               permitieran el acceso.

               Pulsó el botón de un elevador y, una vez dentro de él, sacó una llave con la cual

               abrió una cerradura que lo conduciría veinticinco pisos bajo tierra.

               Una vez ahí, un largo pasillo ricamente alfombrado e iluminado con luz que
               parecía de día lo llevó hasta una pesada puerta del siglo XVI.


               Tres pasos antes de que llegara a ella, el portón se abrió y lo dejó pasar. El
               hombre no se asombraba ya, como la primera vez, hacía muchos años, ante el
               lujo de esa oficina decorada con el mejor buen gusto y con objetos que, si los

               conocieran, serían la envidia de los coleccionistas.

               Una puerta disimulada por la pared del fondo se abrió e hizo su aparición el
               hombre más poderoso del mundo y, por supuesto, el más rico: Conrado

               Mustaquio.

               Era un hombre apuesto, impecablemente vestido. Tenía el pelo, las cejas y el

               bigote muy blancos, que, en contraste con los ojos azul marino, le daban un
               aspecto muy distinguido, casi principesco. Nadie podía calcular su edad: el pelo
               blanco no correspondía a su cutis joven y lozano. Nadie sabía cuándo nació ni de
               dónde venía. Sólo sabían que su presencia era imponente y que tenía tanto poder
               que nada ni nadie podía arrebatárselo.


               Le llamaban el Oso Polar porque su trato era frío, como sus manos, que
               estremecían a quien tuviera el raro privilegio de estrecharlas, algunos hombres
               ricos y poderosos que lo envidiaban y le temían.


               El mendigo extrajo de entre sus ropas el disquet de Rodrigo y lo colocó sobre un
               amplio escritorio cubierto con piel de jabalí, un animal extinguido hacía pocos
   22   23   24   25   26   27   28   29   30   31   32