Page 24 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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Subieron por una escalinata y entregaron los boletos a un señor calvo que se
estaba hurgando la nariz.
—¡Que se diviertan, muchachos! —dijo, y les echó confeti en la cara.
José se molestó pero su amigo le pidió que no hiciera caso. Entraron. Un payaso
tomó cascarones de huevo coloridos y los quebró en su propia cabeza. Quedó
bañado en confeti. El último sí era un huevo de verdad. Yema y clara escurrieron
por la mejilla del payaso. Miguel sonrió. José no. Caminaron. Detrás de una
portezuela salió un mono vestido de frac montando un perro, y les pidió dinero
agitando una taza de latón.
—¿Te da risa esto, güey? ¡Está bien salado! —se quejó José.
Siguieron adelante por el sendero indicado con flechas y se encontraron con una
muchacha gorda a la que podían arrojarle a la cara un plato con merengue.
Miguel lo hizo, pero el plato cayó a los pies de la mujer. El otro solamente
alcanzó a colocarlo en su abultada barriga. Ninguno rio. Luego se toparon con
un espejo que ofrecía una imagen deformada de quien se asomara.
—¡Qué originales! Se pasan de veras.
Vieron dos o tres números más y abandonaron la casa de la risa, con la cara
larga.
—¡Qué manera tan tonta de tirar veinte pesos a la basura!
—Ya ni me digas. Ni modo. Vamos a quitarnos el mal sabor paseándonos en el
remolino.
A José le dio la impresión de que el payaso pintado en la entrada se carcajeaba
de ellos.
El remolino se encontraba detenido. Un muchacho dientón con los cabellos
erguidos como púas los invitó a subir. José trató de negociar:
—Te damos quince por dos boletos.
—Es que cada boleto cuesta diez.