Page 25 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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—No nos des boletos. A nosotros nos da lo mismo.


               —No puedo. Si fuera mío, pues todavía.


               —¡Qué carero! —se quejó como la vez anterior.


               Se sentaron en una canasta que rechinaba másque una cama de resortes
               oxidados. Nadie más subió al juego mecánico. Poca gente andaba por la feria.
               Una pareja aventaba canicas a un tablero numerado, con la esperanza de ganarse
               un mono de peluche. Un señor gordo en camiseta sin mangas llamaba a las
               escasas personas a reventar globos con dardos. Nadie le hacía caso. El dientón
               jaló la palanca y el ondulado piso empezó a moverse, de modo que la canasta se
               balanceaba de un lado a otro. Ambos apretaron el pasamanos y se recargaron

               contra el respaldo. En cada jaloneo aumentaba la intensidad, hasta que el
               movimiento pendular se hizo giratorio e impulsó sus cuerpos hacia los costados.
               Sus hombros se golpeaban involuntariamente. Rieron. Miguel se zarandeaba con
               mayor elocuencia.


               —¡Épale, no me vayas a guacarear, güey!

               El otro se carcajeaba, mostrando en la boca algunos granos destrozados de elote.


               Con un largo chirrido como de animal exhausto, la máquina se detuvo.


               —¡Qué poquito dura esta cosa! —volvió a lamentar José.


               Bajaron la escalerilla y revisaron los demás puestos. Vieron a un niño de diez
               años pintado como un negrito, poniendo la cara en un hoyo colocado en la pared
               del fondo, hacia donde los tiradores de pelotas debían dirigir sus disparos. El
               letrero era parco: “Pégale al negro. $5. Tres bolas”. Sobre una tarima se alzaban
               tres montículos de pelotas de beisbol. Miguel pensó que si lograban darle un
               pelotazo al niño disfrazado de negrito —cosa muy difícil, pero no imposible— le

               destrozarían la nariz y el resto de la cara. Pero mejor pensó en otra cosa. La
               gente buscaba cómo ganarse el pan de cada día.

               Se detuvieron frente al castillo del terror y se miraron a los ojos. Hubo una señal

               de complicidad y chocaron las palmas. Miguel, que siempre tenía hambre,
               compró una gran bolsa de palomitas.

               —¡Arre!
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