Page 30 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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—Mejor vámonos ya —salieron del área de exhibición. Miguel le echó un
vistazo a su reloj de pulsera.
—Las once y cuarto. Valiendo queso. Es tardísimo. Me va a regañar mi jefa. Y
ya no hay camiones.
En ese momento cesaron las carcajadas del payaso, la vibración del motor de la
rueda de la fortuna, la ronca voz del enano, y empezaron a apagarse las luces. La
oscuridad cayó encima como un manotazo aplastante.
—Hay que tomar un taxi. ¿Cuánto traes?
Miguel revisó sus bolsillos.
—Solamente diez pesos. Y eso porque los traía escondidos en la bolsita
delantera. ¿Y tú?
—Yo nada. La última moneda se la di al enano—se lamentó José y le dio una
patada a la caseta donde antes se hallaba cautiva la gorda, y que ahora estaba
vacía—. ¿Sabes qué?
Su amigo distinguió la furia encendiendo sus ojos.
—Voy a decirle al enano que me devuelva los diez pesos. Al fin y al cabo su
museo no sirve para nada. Es un fraude. ¡Vamos!
—No, güey. Me da vergüenza. Ya déjalo así, vámonos a pie. No tiene caso
pelear.
—No, no, no. Yo nada más voy a reclamar lo mío. Por gente como tú, gordo,
este país no progresa. ¡No seas dejado, güey!
Miguel se alejó hacia la calle y dijo:
—La vemos al rato.
José, molesto, por la huida del otro, se dirigió hacia el sitio donde vio al hombre
diminuto por última vez. Las portezuelas estaban cerradas. Buscó al de la casa
de la risa, y tampoco vio a nadie. Corrió hacia el castillo del terror porque le
pareció ver una sombra, pero al acercarse no encontró al encargado. Todos se