Page 32 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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nubes grises. El hombrecillo se detuvo frente a un carromato igual a los otros:
cubierto de grasa y polvo del camino, con las ventanas opacas, grietas en los
muros de madera, llantas casi lisas por el desgaste. En su frente había una
escalerilla que conducía a la puerta de entrada. El enano subió con dificultad y lo
invitó a pasar. José lo miró con desconfianza.
—No me vas a decir ahora que tienes miedo de entrar.
—No, claro que no. ¿Por qué habría de tenerlo? —subió deprisa. Entró al
carromato.
Estaba vacío. Solamente un banquito parecía esperarlo en el centro de la
habitación. Las ventanas sucias impedían mirar hacia fuera. El techo casi se
podía tocar con la mano si se estiraba un poco. El hombre con cara de tortuga,
que cada vez que lo veía daba la impresión de que realmente era un quelonio, le
entregó un cirio encendido al tiempo que le explicaba en voz baja:
—Siéntate en ese banco. Y no apagues la llama, si admites que tienes miedo y
eres definitivamente un cobarde. Pero si crees que no eres una gallina, entonces
sóplale y sumérgete en la oscuridad para que tengas la experiencia más
emocionante de tu vida. En diez minutos abro la puerta. Estoy seguro de que
serás otro cuando salgas de aquí.
—¡Ya, no sea payaso! —exclamó José—. Su feria no da miedo, da pena.
El hombrecillo abandonó el sitio y cerró la puerta. José miró a su alrededor.
Ningún objeto albergaba aquel carromato, pero presintió que algo se agazapaba
detrás de esa ausencia. Sabía que el sujeto cara de tortuga lo esperaba fuera, y
que si no apagaba la flama se reiría de él, cosa que no estaba dispuesto a
soportar. Esperó tres minutos. Golpearon la puerta. De inmediato escuchó la voz
socarrona del hombrecillo:
—¿Ya quieres salir, gallina?
El muchacho se indignó. Sin estar muy convencido, sopló sobre el cirio y se hizo
la oscuridad. Era una oscuridad total, espesa, que casi dejaba hollín en los dedos
si se tocaba. Dentro de aquel silencio tan solo alcanzó a oír su respiración.
Pasaron quince o veinte segundos, y de pronto oyó un rumor, como si pasaran un
cepillo de cerdas suaves sobre una alfombra. Volteó hacia arriba. No distinguió
nada en absoluto.