Page 37 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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una vehemencia desesperada, tosiendo sangre y escupiéndola en el bote (o, como

               muchas veces, en el piso de madera), comiendo frituras, panecillos de
               supermercado, bebiendo litros y litros de café negro, escuchando música y arias
               de ópera.


               Exigía absoluto respeto a su tiempo de trabajo. Mefisto sabía que por ninguna
               razón debía molestarlo, que si algo lo fastidiaba hasta la furia era que
               interrumpieran sus momentos de inspiración. Eran momentos misteriosos, pues
               nadie sabía con certeza cuándo ocurrían. Tal vez fueran un pretexto solamente
               para estar aislado del resto de la humanidad. Sí, tal vez su padre llegó a la sabia
               conclusión de que era el último hombre sobre la faz de la tierra, y hacía su vida
               como tal. Parecía no necesitar a nadie, o solo a su proveedor de tabaco, café y
               papitas.


               Por eso Mefisto se acostumbró a hacerse a un lado, a no estorbarle, en la medida
               de lo posible. Su padre era obstinado, necio. Quizá le estuviera permitido por ser
               un famoso autor de novelas, consentido de la editorial (que le pedía dos libros al
               año), uno que lograba vender cien mil ejemplares de cada título. Sí, ese era su
               padre. Un tipo extraño que trastornaba de algún modo todo lo que gravitaba a su
               alrededor.


               —Porque ¿a quién se le hubiera ocurrido ponerle Mefisto a su hijo? ¿Y qué
               mujer, sino mi madre, le hubiera aguantado tanto? — le comentó a Matilde
               alguna vez.






               El sábado a las seis de la tarde se citaron en el parque de la Pérgola, un lugar
               lleno de árboles, usualmente solitario. Mefisto llegó en un Beetle negro con
               vidrios polarizados que a Ciro le pareció más bien un ataúd. Se saludaron. A
               pesar de sus quince años, Mefisto sabía conducir el auto, habilidad que no tenía
               su progenitor. Conversaron sobre películas de Wes Craven, Tobe Hopper y
               Stanley Kubrick. Ambos eran cinéfilos, aunque Ciro prefería los libros, y
               siempre alegaba que habían sido traicionados al llevarlos a la pantalla. Llegaron
               a la mansión, que se alzaba en una colina a la orilla de la ciudad, en una zona
               solitaria donde algunas otras mansiones se hallaban dispersas y separadas por
               terrenos baldíos o extensos jardines.


               —¡Está fregona! ¿Era de algún noble?
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