Page 33 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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Enseguida pudo identificar un sonido: algo caminaba en el techo. Un
estremecimiento casi lo tiró del banquillo. Luego sintió que algo pasó cerca de
sus pies. Los levantó. Un siseo rasgaba el aire oprimido del cuartucho. Sus ojos
se estaban acostumbrando a esa oscuridad y percibían que algo reptaba por el
suelo. Pero él no alcanzaba a definir su naturaleza. Giró sin despegarse del
asiento. Sudaba en abundancia. Tenía las manos encima de las rodillas, y de
repente sintió que una lengua le lamió el dorso de la mano izquierda. Gritó, y se
puso en pie de un salto. Apenas pudo distinguir a una mujer arrastrándose, con
tronco de babosa, cuyos tentáculos podían mirarlo, y procuraban a la vez
adherirse a su piel, dejándole una baba pegajosa y repugnante. La empujó, y sus
dedos se hundieron en aquella masa asquerosa.
Corrió hacia la puerta y quiso abrirla, pero se hallaba herméticamente cerrada.
La angustia hizo presa de él. Escuchó que algo respiraba con intensidad sobre su
cabeza. Pudo percibir que aquel rostro jadeaba a centímetros de su nariz. Alzó el
brazo y alcanzó a tocar una pata peluda, como un cepillo de cerdas suaves. ¡Era
la chica tarántula! Retrocedió, aterrado. Sus ojos se habían acostumbrado a la
penumbra, y ahora podía ver con claridad a cada criatura que habitaba aquella
oscuridad: por ejemplo, un joven con cabeza de mosca, que lo miró con sus
decenas de ojos, y de pronto lanzó un escupitajo en su aterrado rostro para
ablandarlo antes de empezar a morderlo. Luego oyó gruñidos, siseos, un
graznido de ave de rapiña. Quiso salir y pateó la puerta, pero no pudo abrirla.
Algo sujetó su pierna, apenas por encima del pie, y la zozobra lo embargó. El
miedo calaba hasta los huesos. Cayó al piso. La saliva de la mosca lo ahogaba.
Las criaturas se le echaron encima.
—¡Nooooo! —exigió inútilmente.
Pero no cesaron de morderlo, de arrancarle trozos de carne de brazos y piernas
como pirañas terrestres. El dolor se diseminaba por todo su cuerpo como una
inmensa llaga. Trató de lanzar puñetazos y patadas, pero todo fue en vano. El
miedo le arrancó la cordura. El terror, un grito desgarrado.
La desesperación inutilizó su lengua. En su martirio, antes de perder la
conciencia, alcanzó a escuchar el rechinido de la puerta que se abría.
La feria recién se había instalado en un terreno abandonado de la colonia, cerca