Page 29 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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¡Chale!


               Una niña de unos ocho o nueve años pasó a su lado y se metió en una tina llena
               de culebras. Buscó la manera de acomodarse y luego empezó a echarse encima
               los reptiles, que no estaban muy deseosos de estar sobre ella. El enano con el

               micrófono casi gritaba:

               —¡Véanla con sus propios ojos: la niña culebra! Vive entre serpientes
               venenosas. Nació de un huevo de boa. ¡Increíble! No se acerquen demasiado,

               niños, que sus vidas corren peligro.

               José se limitó a reír.


               Dejaron atrás la sección de criaturas exhibidas en recipientes de vidrio y pasaron
               a la otra, donde se presentaba la niña tarántula. Movieron una cortina roja y
               percudida y observaron una caja de cristal, de la que emergía una cabeza de
               mujer en un cuerpo de insecto. Tendría unos veinte o veinticinco años y llevaba

               en el cuello una pañoleta que no permitía ver cómo se unía el cuello al cuerpo de
               tarántula. Miguel estaba boquiabierto.

               —Se te va a caer la baba, güey. ¿No notas que el cuerpo es de peluche? ¡Se ve

               bien falso!

               —Es cierto. Hasta se nota que está descosido de la pata derecha de adelante.


               El enano le hizo una pregunta a la mujer, pero los muchachos no se interesaron
               en conocer la respuesta. Pasaron al siguiente vestíbulo. José vio a un joven
               sentado en una silla, de espaldas. Croaba. Tenía los brazos con manchas verdes

               como si fuera víctima de una infección cutánea. Miguel sintió curiosidad, pero el
               niño sapo no giraba la cabeza. Solo croaba. José tomó un trozo de madera que
               halló en el piso y se lo lanzó al rostro. Entonces volteó durante un instante y
               pudieron ver sus enormes ojos saltones de batracio.


               —¿Le viste los ojos, güey? Inquirió Miguel.

               —Mi tío Luis los tiene igual, por la tiroides. ¡Esto no tiene gracia!


               —Ay, no seas tan fijado. Lo que importa es el desmadre. Para qué te pones tan
               exigente.
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