Page 31 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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habían esfumado en menos de lo que dura un chasquido. Golpeó con el puño la
puerta del lugar y se lastimó los nudillos. Lanzó algunas maldiciones.
—¡Devuélvanme mi dinero, malditos! ¡Su castillo del terror da risa! —de
repente le vino un ataque de risa que terminó cuando escuchó que alguien se
acercaba con pasos lentos y firmes. No supo de qué punto cardinal venía hasta
que lo tuvo a su espalda. Se sobresaltó. Era un anciano con cara de tortuga que
vestía una larga gabardina; le cubría todo el cuerpo, excepto la cabeza.
—¿Decías? —inquirió.
José se repuso de la sorpresa y atacó:
—Quiero que me devuelvan mi dinero. ¡Esta feria es un fraude!
—¿Es un fraude? ¿Por qué?
—Porque los payasos de la casa de la risa no me sacaron ni una sola carcajada,
ni el castillo del terror da una pizca de miedo, y ese ridículo museo del horror no
me asombró para nada. Fue una pérdida de tiempo venir aquí. Yo le dije a mi
amigo, el gordo que andaba conmigo, que mejor hubiéramos ido a las
maquinitas: al menos allá matas marcianos o le tumbas la cabeza a un luchador.
El anciano, a quien se le veía la piel verdosa debido a la penumbra, lo miró de
arriba abajo, movió la boca como si masticara hierba y dijo escupiendo una
sonrisa:
—¿Quieres sentir miedo de verdad?
—A eso vine, ¿no?
—Sígueme.
El muchacho titubeó, y tras dudar un poco, lo siguió. Volteó hacia los lados y no
se hallaba un alma viva en varios metros a la redonda. Miguel ya debía de haber
llegado al boulevard Centenario. El silencio magnificó el vuelo de un escarabajo
hasta que se refugió bajo las piedras diseminadas en ese lote baldío. En la parte
posterior de los juegos y atracciones estaban estacionados seis carromatos que
servían como casas móviles para los trabajadores y los encargados. La oscuridad
era mayor en esa zona y la luna se acobardaba, prefiriendo ocultarse tras unas