Page 27 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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Miguel vio a una pareja subir a una canasta y eso le infundió confianza para

               alentar a su amigo a subirse también.

               —Vamos, güey. Si ellos no tienen miedo, ¡nosotros menos!


               —Sale, pues.


               Un hombre calvo, musculoso, con un tatuaje en el brazo, metido en una playera
               de licra que amenazaba con estallar en cualquier momento, les dio los boletos y
               los rompió de inmediato al realizar el cobro. Se acomodaron. El admirador de
               Popeye movió la palanca, y la rueda empezó a girar. Un leve estremecimiento
               los embargó. Lentamente la canasta ascendió. Los puestos y el resto de las
               atracciones mecánicas se fueron empequeñeciendo. José experimentaba la mejor

               sensación de la noche. Desde la cresta miró la ciudad, que se negaba a ser
               devorada por la oscuridad. Luces como flamas que languidecían.

               —Fíjate en qué puntería tengo, güey —advirtió José y acumuló saliva en su boca

               para después lanzarla hacia algún objetivo en tierra. El escupitajo descendió y
               cayó sobre la calva del viejo que vendía algodones de azúcar.

               —Ya me cagó otra paloma —concluyó el anciano tras revisar su cabeza.


               José reía tomándose del estómago, y sacudió a su compañero. En la siguiente
               vuelta trató de escupir al puesto de elotes con crema, pero no pudo atinarle. Dos
               vueltas más, y el aparato se detuvo. Los novios se prodigaban besitos como lo

               hicieron durante todo el viaje.

               —Tengo sed —exclamó José. Había agotado su reserva de saliva.


               Compró una lata de refresco, y cuando vació la última gota en su garganta, la
               arrojó al aire para darle una patada de volea. Luego, con gesto triunfal, dejó
               escapar un sonoro eructo.


               Pasaron cerca de la carpa donde se hacinaban mesas de futbolito. Solamente dos
               estaban ocupadas. Los encargados se aburrían esperando clientes. Se pusieron a
               ver a los niños jugar un partido. Cambiaron diez pesos por fichas. José le ganó

               por goliza a su amigo. Miguel, rendido, le propuso entrar al museo del horror.

               —Ya no traigo dinero. Además, se me hace que está igual de chafa que los otros.
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