Page 36 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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—Supongo. Pero ha de ser muy emocionante vivir con un escritor de a de veras.


               —No sé. Tal vez.


               —Híjole. Me encantaría ir a tu casa un día de estos, conocer a tu papá.


               —No te pierdes de mucho.


               Le tomó el brazo, y en un tono que evitó ser suplicante, Ciro dijo:


               —Si un día tiene tiempo, avísame, y voy con gusto. Digo, si no es mucha
               molestia.


               —Lo que pasa es que a él no le gusta que lo visiten. Quizás la única manera sería
               hacerlo todo muy discreto, que nadie sepa que lo vas a ver.


               —Está bien, Mefisto. Me avisas cuando sea posible verlo. Yo soy una tumba.

               —Está bien. Nos vemos.






               Mefisto calentó la comida en el horno de microondas y comió sin demasiado
               apetito. Con el tenedor picaba sin ánimo el brócoli y se lo metía en la boca.
               Masticaba más lento de lo que recomendaban los nutriólogos, quienes
               proliferaban por toda la ciudad como una verdadera plaga. Prefería las verduras,
               los cereales. La carne lo tenía un poco harto. Sobre todo su olor. Ya no lo

               soportaba. Desde que su madre se marchó, aquella casa ya no era la misma. El
               desorden, la falta de higiene y la acumulación de platos sucios en el fregadero
               eran el pan de cada día. Matilde solamente los visitaba un día de la semana para
               tratar tímidamente de ordenar aquel caos, y las ocho horas que pasaba allí
               parecían pocas. Por donde fuera se acumulaban el polvo, la ropa sucia, las
               colillas de cigarros, la ceniza, las tazas con café, el licor, los pañuelos
               manchados de sangre, los frascos vacíos de medicina. De martes a domingo
               aquello era un muladar. Es cierto que él no era un dechado de virtudes ni le
               entregarían el diploma al joven más limpio de la ciudad, pero quien abastecía
               mejor ese basurero con sus deshechos era su padre. Y le costaba hacérselo saber.


               Siempre estaba encerrado en su estudio, hundido en su sillón de poliéster con los
               descansabrazos ya sin felpa a la altura de donde apoyaba los codos, fumando con
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