Page 42 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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pasos titubeantes. Luego, una voz de mujer que masticaba las palabras. Se retiró,

               asaltado por un leve estremecimiento. Ocupó el lugar que había abandonado en
               el sillón. Segundos después volvió Mefisto.

               —No está en su estudio. Se sintió mal y ahora está en su recámara.


               —Órale.


               —Vamos, para que conozcas su lugar de trabajo, al menos.


               Lo siguió. La escalera era de mármol. El pasamanos, de caoba. En la segunda
               planta había cuadros de flores y frutas. El piso estaba opaco pero no había basura
               en él. En el extremo de un pasillo que se iba oscureciendo se hallaba el estudio.
               Mefisto abrió la puerta. El estudio era un búnker literario, pero a Ciro le parecía
               más una mazmorra donde su ídolo permanecía recluido como una rata. Estaba
               lleno de libros viejos, campanas pequeñas, de estilos y diseños diferentes,
               ceniceros, colillas, telarañas gruesas, cucarachas y quizá hasta murciélagos.


               También había una ouija de madera, serruchos para partir huesos, pinzas,
               martillos y cinceles. Se veían, además, una cabeza reducida por indios del
               Amazonas, una máscara con picos, pirámides de ámbar, discos con cantos de

               misas negras, santos de cerámica y un cráneo deforme que parecía de una
               criatura extraterrestre. Había un cable grueso de donde pendían ganchos para
               colgar cadáveres de reses o cerdos. Ciro sonrió con malicia. No le quedaba la
               menor duda: aquel sitio tenía una excelente ambientación. Infinito Verdugo
               escribía en una máquina Remington mecánica de teclado rígido que solamente la
               grasa suavizaba. No tenía computadora. Mefisto le había dicho que las odiaba,
               que prefería dejar de escribir antes que usar una. Ciro tomó un poco de ceniza
               que reposaba aún en el cenicero, unida al filtro, y la despedazó entre sus dedos.
               Al bajar la vista se sorprendió al encontrar dos pares de esposas sujetas a las
               patas de la silla.


               —¿Y esas esposas, qué hacen ahí?


               —Nada. Se las pone en los pies para presionarse y así terminar un capítulo al
               día.


               —¡Qué loco, pero qué fregón! No hay duda: tu jefe es un verdadero creador
               acosado por sus demonios.
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