Page 46 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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mano. Apenas si pudo hacerla a un lado. El animal movía el hocico con fiereza y

               vehemencia, buscando un pedazo de carne. De una patada, Ciro cerró la tapa y
               corrió el pestillo de nuevo. Era la mascota de Ángelus en la novela Un lugar en
               el infierno, uno de sus mayores éxitos editoriales. ¡Esos seres que todos los
               lectores consideraban fruto de su imaginación realmente existían!


               Detrás de cada puerta se encontraba una de las siniestras y deformes criaturas
               que aparecían en sus enfermas y apasionantes narraciones. Ciro deseaba abrir
               cada una de las ventanillas para verlas con sus propios ojos y constatar que no
               eran seres oníricos, arrancados de una imaginación fecunda. No, eran reales,
               terrorífica y encantadoramente reales.


               La última puerta tenía doblados los barrotes de la ventanilla. Ciro sintió que algo
               se movía dentro. Era un ruido molesto. Aquel espantoso sonido semejaba un
               cerdo hambriento gruñendo. Menos mal que cada mazmorra estaba
               perfectamente cerrada. Su curiosidad venció al temor. Destapó la parte superior
               de la puerta. El sonido porcino cesó. Acercó la cabeza lentamente. Algo
               respiraba en el fondo del cuarto. ¿Sería también como lo imaginó a partir de la
               novela de Infinito Verdugo? Ahora podía comprobarlo. De pronto la voz de la
               mujer lo llamó.


               —¡Acá, acá!


               Moviendo el brazo le pedía que se acercara. Tuvo que cerrar la portezuela. Le
               inquietaba aquella mujer medio salvaje, sucia y desaliñada que se movía
               encorvaba como un chimpancé. De seguro era la misma que vio al entrar al
               sótano. ¿Qué hacía en esas catatumbas? ¿Quién sería? La siguió. Entró a una
               pequeña cueva y se sentó sobre una piedra enorme. Miró a Ciro con sus grandes
               ojos verdes. Tenía el cabello sumamente sucio y deteriorado, la piel ajada, las
               uñas llenas de mugre, la ropa casi en harapos, y andaba descalza. Entonces
               habló:


               —Necesito ayuda. Ya no quiero comer ratas, cucarachas o lombrices. Ya no.


               Ciro, intrigado, asombrado por aquella revelación, pensó que debía buscar una
               salida para los dos. La miró bien y un recuerdo vino a su memoria.


               —Cálmese, señora. No le pasará nada. Usted es la mamá de Mefisto, ¿verdad?


               Sintió un golpe en la cabeza. Se iba desvaneciendo, pero alcanzó a oír otra voz:
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