Page 45 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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enseres domésticos, detrás de las cortinas de tela, entre las cajas de cartón o tras

               unas puertas inservibles, pero se desengañó: una enorme rata lo miraba con sus
               ojillos desafiantes mientras se llevaba algo en el hocico. La rata pasó justo bajo
               la luz del foco. Ciro vio con claridad que se trataba de un dedo. Se quedó
               atónito. El roedor huyó con su bocado. En ese instante el aire se rasgó con un
               quejido.


               El muchacho ubicó el sitio de donde provenía. Tal vez fuera la mujer que oyó
               anteriormente. Fue hacia allá. Palpó el muro. Notó una grieta. Empujó, y el muro
               se movió con cierta facilidad. ¡Debió imaginarlo! Alcanzó a distinguir a una
               figura perdiéndose en un pasillo de paredes rugosas. Avanzó en la penumbra.
               Aquel túnel era mucho más amplio de lo esperado. Sintió miedo: la emoción que
               prefería por encima de todas, la misma que lo empujaba hacia el fondo. ¿Qué
               secreto ocultaba su escritor favorito en esas catacumbas? ¡Claro, él iba a
               descubrirlo! No pensaba quedarse con los brazos cruzados. El lugar se volvía
               cada vez más inhóspito, más lúgubre. Estaba apenas iluminado por unas
               lámparas mortecinas que se acobardaban ante aquella oscuridad.


               Llegó a un pasillo donde había puertas cerradas con cadenas, cerrojos y
               candados. Eran puertas de madera robusta y tenían dos ventanillas: una, en la
               parte superior; otra, casi a ras del suelo. Cada ventana tenía barrotes. Se acercó
               hacia la primera. Puso el oído sobre la superficie fría. No oyó nada. Esperó
               veinte, treinta segundos. Nada. Tocó con los nudillos. No hubo respuesta.
               Caminó adelante. Había siete puertas similares. Algunas estaban rasgadas; en
               otras había una especie de espuma seca adherida a la superficie. De la tercera

               emanaba un brillo plateado. Recordó a Mono Iluminatis —extraordinario
               personaje que protagonizaba una de sus novelas de terror y ciencia ficción, cuyo
               cuerpo despedía una luz que cegaba a sus víctimas, las inmovilizaba y les hacía
               estallar el cráneo como un cascarón de huevo; luego, la criatura los devoraba con
               su lengua bífida y eléctrica—. Intentó asomarse abriendo la portezuela. Corrió el
               cerrojo y abrió. El brillo fue más intenso. Parecía que una estrella nacía en el
               interior de aquella celda. Cerró de un golpe, temiendo quedarse ciego. Puso el
               cerrojo. Eso solo podía significar una cosa: aquella bestia era real.


               Se dirigió a la puerta siguiente, de donde provenía un gemido, una especie de
               gruñido doloroso. Se inquietó. Los nervios empezaban a roer bajo su piel. Se
               paró enfrente de ella. Quitó el seguro y empujó la portezuela. Un perro de dos
               cabezas, con los ojos saltones como un sapo, garras retráctiles en lugar de
               pezuñas y unos colmillos largos que casi tocaban el suelo trató de morderle la
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