Page 48 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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Envidia
—¡SERÍA tan feliz si te largaras! ¿Cuántas veces tendré que repetirlo? —gritó su
madre, sin importarle que Eduardo estuviera sentado a la mesa (con el tenedor
inmóvil en el aire, incapaz de comer otro bocado). Su padre preparaba el
contraataque:
—¡No me voy a largar si no firmas los papeles! ¡No pienso quedarme en la ruina
por tu culpa!
Eduardo oyó a sus padres discutir por enésima vez. Apretó el tenedor. Por un
instante tuvo la tentación de encajárselo a sí mismo para que se sintieran
avergonzados. Puso el cubierto alineado sobre la servilleta blanca y se levantó de
la mesa. Dejó el plato casi lleno. Ella lo vio. Tratando de recobrar la cordura, le
dijo:
—¿No vas a terminar de cenar?
—No tengo hambre.
—¡Ahora resulta! ¿También tú tratas de hacerme la vida imposible?
—Mamá, ¡por favor!
—Eres tú la que les hace la vida imposible a todos —agregó su padre.
Eduardo se alejó de aquella maraña de gritos, ironías y quejas que se tejía en la
atmósfera. De un portazo trató de olvidarse de esa guerra ruidosa y patética en la
que estaban envueltos sus padres y donde él era un testigo de lujo. Puso seguro a
la puerta. Encendió el radio y subió el volumen para mitigar los rescoldos del
alboroto. La voz de Zoé se impuso.
Siempre era lo mismo. Ya estaba harto. Su madre estallaba a la menor
provocación. Nada parecía gustarle. Era la tercera vez en dos años que se
cambiaban de casa, y la segunda que mudaban de ciudad. Ingenuamente, su