Page 52 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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mecánicamente las piezas de un aparato electrónico. Él también era un accesorio,
parte del engranaje. Veía a los maestros mover los labios, pero no los escuchaba.
No le interesaba. Siempre la misma palabrería anodina, salpicada de consejos
moralistas y sacudidas escolares. La escuela no brindaba una tregua a la guerra
que se libraba con esmero en casa. Para aislarse más de ese mundo que no sentía
suyo, oía el iPod que había conseguido de su padre la Navidad pasada. Oía los
solos virtuosos de Jimmy Page y la voz aguardentosa y sensual de Robert Plant.
Al menos la música le permitía largarse de esa realidad y flotar por encima de
una tierra donde era mejor no poner los pies.
Pero el timbre lo devolvía a las exigencias terrenales de la escuela, lo mismo que
un grito poco gentil de algún compañero de clase:
—¡Ya es hora, Elote! ¡No te duermas!
El apodo le fue conferido sin titubeos por algún ingenioso que vio su cara
salpicada de granos en erupción. La unánime carcajada del grupo fue una
bofetada dolorosa. El escarnio público no ayudaba a su mermada autoestima.
Quizá por ello en casa se plantaba frente al pequeño espejo carcomido por la
humedad y reventaba con furia cada barrito, uno a uno, hasta que su cara
quedaba enrojecida. Esos granos aparecían en su cara como una traición de su
cuerpo. Su mamá lo regañaba cada vez que lo sorprendía pellizcándoselos.
Cada vez que se veía en el espejo se odiaba un poco más. Aquel muchacho
esmirriado, ojeroso, flaco, con un gesto de crónica tristeza era él. No se
identificaba con ese rostro, con esa nariz que le había endilgado sin culpa su
padre, ni con esos huesos que parecían demasiado grandes para su ánimo. De
alguna manera tenía la certeza de que aquel cuerpo y aquel rostro no le
pertenecían, de que habitaba un cuerpo ajeno. Pero estas especulaciones lo
desconcertaban: no sabía si eran síntoma de una locura precoz.
Toda la tarde se fue al parque solitario que los colonos solían desairar y cuya
hierba crecía libre, pues no había jardinero que le pusiera la mano encima. Se
sentó en una banca y dejó pasar las horas lentas y lánguidas, ajeno a su destino
ordinario. Volvió a casa al anochecer. Su padre descansaba orondo en el sofá,
que ya estaba deformado por el sobrepeso. Trató de escurrirse hacia su cuarto
pasando desapercibido, pero su padre notó su llegada.
—¿Qué horas son estas de llegar? ¿Dónde andabas?