Page 54 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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leer, justo los que había conseguido cambiarle al Pecas por su antiguo mp3. Eran
las cuatro de la tarde. Su padre se había marchado a jugar futbol con sus viejos
compañeros de preparatoria. Su madre informó a la hora de comer que añoraba ir
a que le hicieran un pedicure para que le dejaran los pies como nuevos, así que
no quedaba un alma en casa. Vivían un raro periodo de calma.
El joven cruzó el jardín y atravesó la calle enfilando hacia el sur. Su casa
quedaba en una esquina, y la casa vecina, a unos cuantos pasos. Al pasar por la
parte frontal volvió a leer “Se vende”. Se detuvo al notar que el balón con los
gajos blancos y negros que llevaba el niño de la ventana estaba encima del
deteriorado césped. La puerta entreabierta lo atrajo. Volteó hacia ambos lados.
La calle estaba desolada. Solo un sauce vigilaba la entrada. No lo pensó dos
veces y decidió cruzar el camino que conducía hacia la puerta, no sin antes
recoger el misterioso balón.
Un rechinido le dio la bienvenida. En el interior de la casa había muebles de
madera labrada, cortinas de terciopelo, adornos de porcelana, cuadros de paisajes
campestres, lámparas de cristal cortado en el techo. El decorado tenía una
elegancia vivaz. Sin embargo, todo estaba cubierto por la mansedumbre del
polvo. Parecía que allí no había vivido nadie en años. El silencio latía con fuerza
desmesurada. Eduardo caminó con temor y se detuvo en medio de la estancia.
¿Cómo podía vivir en aquella casa el muchacho que vio por la ventana? Si allí
no había rastro de que nadie hiciera su vida, a no ser algún pájaro que recién
había defecado sobre un san Francisco de yeso. Pronto descubrió quién era el
ave: un graznido le hizo levantar la cabeza, y vio a un cuervo que se agarraba del
cancel de la ventana más larga. El miedo le tocó la piel. El cuervo movía la
cabeza a izquierda y derecha, pero sin perder a Eduardo de vista, como si lo
hubiera esperado. En ese momento oyó pasos que ascendían por la escalera. Se
dirigió hacia ella, al otro extremo de la sala. No alcanzó a ver a nadie, pero
advirtió que golpearon la puerta de algún cuarto del segundo piso. El cuervo
graznó.
Trató de no pensar que algo extraño ocurría ahí dentro. Quiso sacudirse el
miedo. Subió a grandes pasos por la escalera, sin soltar el barandal. Quería llegar
lo más rápido posible arriba y encarar a ese pesado que ya se estaba pasando de
la raya con su pinta de víctima, con su espectáculo de sangre e inmolación.
—¡Espera, ven acá! —exclamó, más para disipar su propio miedo que para ser