Page 58 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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convertir ese hogar en el infierno.


               Subió a su habitación. Se sentó en la cama y se quedó pensando. No era esta la
               familia que deseaba. Estaba harto. Su padre ni siquiera era tal. Nunca lo fue.
               Siempre lo había sospechado, pero ahora se lo escupió en la cara. Una tristeza

               profunda lo invadió. Se sentía agobiado, con los músculos débiles, como si lo
               hubieran aporreado. No tenía fuerzas. Se dejó caer de espaldas sobre el colchón.
               Un gran confort lo embargó. ¡Qué maravilloso sería hundirse en ese colchón y
               que lo devorara para siempre! Qué extraordinario sería cerrar los ojos y morir,
               así como quien toma una siesta. Cerró los ojos con esa falsa esperanza. Aún le
               punzaba el dolor en las heridas. El sueño se fue apropiando de sus pensamientos
               hasta que se quedó dormido.


               Lo despertaron los gritos de su madre. Se levantó de un salto. Sus padres habían
               reanudado su guerra. Los insultos atravesaban la puerta de madera. La oscuridad
               se había apropiado también de su habitación. Somnoliento, caminó hacia el baño
               para orinar. No encendió la luz. A ciegas calculó el centro del inodoro. Al salir
               volteó sin pensarlo hacia la ventana vecina. Con claridad distinguió que algo
               pendía del techo. Se acercó al quicio para ver mejor. Era el muchacho. Colgaba
               de una cuerda que le rodeaba el cuello, balanceándose hacia adelante y hacia
               atrás, en su último movimiento. Con las palmas de las manos se apoyó en la
               cornisa y se inclinó para ver mejor. No había duda: el muchacho pendía
               ahorcado. Pero ¿y si era una alucinación? ¿Qué estaba sucediendo dentro de su
               cabeza? ¿Quién era aquel muchacho que había habitado la casa de enfrente?
               ¿Qué quería? No tenía una respuesta sensata.






               Al bajar por la escalera trató de no apoyar su mano lastimada sobre el barandal.
               Antes de descender del último escalón alcanzó a oír los arrumacos que sus
               padres se prodigaban sin pudor: besos, roces y jadeos. Detestaba aquellos
               arrumacos. Le producían desconcierto: ¿cómo explicarlos tras las continuas y
               encarnizadas peleas que protagonizaban a diario? Su madre, al ver a Eduardo,

               empujó con suavidad al padre, un poco turbada por la intempestiva presencia del
               muchacho. El padre miró al hijo como a un aguafiestas que había estropeado el
               coloquio amoroso. Su madre le sonrió con una dulzura exagerada, inverosímil, y
               enseguida exclamó:


               —Tenemos planes de irnos en julio de vacaciones a la playa. ¡Nos la vamos a
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