Page 56 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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—¡Mefis, ven!
Levantó al gato y enseguida se limpió la sangre. Sobre la mesa de noche yacía el
cuchillo de cocina, limpio, intacto. Avanzó, ya más tranquilo, hacia la ventana.
Contempló la casa vecina. La ventana seguía rota y el misterioso joven seguía
desaparecido. Pero ahora se había incorporado un elemento extraño: con claridad
alcanzó a ver que una soga colgaba del techo. Corrió la cortina para que
desapareciera de su vista aquella oferta de muerte.
Se lavó el brazo y las pequeñas heridas que tenía en los dedos. Limpió las gotas
de sangre que dejó como rastro. Puso el cuchillo en el cajón correspondiente.
Mientras tallaba las gotas de sangre que quedaron en la alfombra de la sala la
puerta se abrió. No fue posible disimular lo que estaba haciendo. Su padre,
vestido con los arreos de futbol, sucio y fatigado, se paró frente a él y exclamó:
—¡No me digas que ensuciaste la alfombra de tu madre! ¡No me lo vayas a
decir, por favor!
Eduardo se llenó de angustia. Se incorporó con el trapo en la mano derecha. Le
dolían las heridas pero no expresó queja alguna. Era inútil hacerlo.
—¿Qué hiciste ahora, cabroncito? No te podemos dejar solo porque no sirves ni
para cuidar la casa. ¡Eres un vago, un bueno para nada! —sostuvo categórico,
amenazando con propinarle otra bofetada a su hijo. Eduardo no se movió,
dispuesto a soportar el ataque.
—Pégame. Me dolerá menos que a mi mamá.
Atónito, el padre levantó el brazo y le estampó en la cara un manotazo tan fuerte
que lo derribó.
—A mí me vas a respetar. Si tu mamá te consiente es su problema, no el mío.
Soy tu padre aunque no te guste, ni a mí. ¿Crees que yo pedí que nacieras? Si no
fuera porque tu madre ya estaba embarazada…
La puerta de entrada rechinó. Detrás de ella surgió la madre de Eduardo. En
cuanto los vio notó que algo ocurría. El hilo de sangre que corría por la mano
izquierda de su hijo disparó su adrenalina. Corrió hacia él y preguntó: