Page 59 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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pasar súper los tres! —luego se recostó sobre el pecho de su marido, que la

               acogió con una ternura repugnante. Levantó la cara y frunció los labios para
               darle un beso.

               Eduardo bajó la cabeza para no contemplar el espectáculo de amor decadente.


               —Yo no quiero ir. No voy a ir.


               —Te digo: cada vez está más insoportable. Se ve que nuestra felicidad no le
               importa —protestó su padre.


               —A ustedes no les importa su felicidad, sobre todo a ti —le espetó al hombre.


               Su mamá intervino para impedir el conflicto:


               —No, no vayas a empezar, Eduardo. Sácate de la cabeza esa tonta idea de que no
               somos felices —volteó a ver al padre—. ¿Verdad que lo somos, mi amor?


               —Claro —volvieron a besarse.


               A Eduardo le resultaba cada día más difícil comprender el significado de la
               palabra padres. Ese par de sujetos que dirigían su vida no se ajustaban al patrón
               que se propagaba socialmente. Estaba harto de ser rehén de las ambiciones
               frustradas, de los torpes sueños de esos dos.


               Salió de casa y echó a caminar sin rumbo. El grito enérgico de su supuesto padre
               no lo detuvo. El muchacho caminó uno o dos kilómetros y se internó en el
               parque Ávila Camacho. Lo encontró en plenitud de deterioro. Pateó un bote de
               cerveza que se encontró en el camino. El pantalón se salpicó del extraño líquido
               que contenía el recipiente. Se sentó en una banca después de quitar un montón
               de hojas secas que la cubrían. Se quitó las vendas de las heridas. Una mosca
               revoloteaba cerca de él, por el aroma de la sangre seca. Miró sus cortes. No eran
               nada frente a otras heridas. No había por qué exagerar el dolor.


               A pesar de que se esmeraba en negarlo, sus ojos declaraban cómo lo abatían la
               tristeza y cierta soledad. Diariamente era testigo del violento espectáculo de un
               matrimonio arruinado cuyos miembros no advertían que el amor era un cadáver
               pudriéndose en medio de la casa. Qué importaba. También sus días eran un
               cadáver. No en vano lo acosaba esta mosca sedienta, acostumbrada a la carroña.
               Durante las horas que estuvo sentado en aquel lugar no vio a nadie. Acaso a un
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