Page 64 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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ojos poseídos por la furia. La puerta de salida se encontraba a pocos metros.
Antes de que pudiera dar un paso, el perro se abalanzó contra él. El hombre
retrocedió, se internó entre la maleza y pudo escapar de aquella fiera.
Tomó una ruta más larga, pero más segura. Con mucho cuidado evitó los
cadáveres que emergían de las tumbas. Quiso morderse los labios, pero también
a él le escaseaban los dientes. Se pasó la lengua por las encías vanas. La vejez
prodigaba años y arrugas, pero se llevaba dientes.
Temía que de un momento a otro su corazón dejara de latir. Atisbó la calle.
Estaba apenas iluminada por un farol débil. Atrás, el rumor ininteligible de los
cadáveres vivientes iba en aumento. Daba la sensación de que se acercaban.
La angustia lo embargó. El temblor hizo que sus viejos huesos sonaran como
cascabeles. Corrió hacia la puerta de hierro. Estaba abierta. Avanzó con prisa,
pero de repente cayó de bruces: la hierba alta ocultaba piedras, losas, hoyos y
cráneos. La nariz se le hundió en la tierra polvorienta. Algo se quebró a la altura
de sus costillas.
Abrió los ojos y vió unas raídas botas de minero. Se asomaban de ellas unos
dedos sucios, aceitosos. El de las botas se inclinó, le tomó la barbilla con la
mano derecha, o lo que quedaba de ella. Le brindó una sonrisa putrefacta y dijo:
—¿Adónde crees que vas?
El anciano, con las mejillas cubiertas de polvo, pero sin haber derramado aún
una gota de sangre, lo miró como un perro temeroso. Respondió:
—A mi casa.
El estruendo de la carcajada hizo al viejo parpadear repetidamente.
—¿Cómo crees que te puedes largar así, tan campante?
El viejo, enfatizando su inocencia, exclamó:
—Yo nada más pasaba por aquí. Le juro que nunca volveré ni diré nada de lo
que pasó—agregó desesperado, aunque esforzándose por parecer calmado.
El torvo sujeto se rascó la nariz. Sonrió como quien tolera a un necio sin