Page 62 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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Las hojas muertas






               LA hoja, ya muerta, se desprendió de la rama y cayó haciendo giros imperfectos

               en el aire. Tocó la nariz del hombre y lo despertó. Él movió la cabeza de un lado
               a otro, desconcertado. Trató de cobrar conciencia del lugar donde se encontraba.
               Sus ojos, ya agotados por el tiempo, apenas si servían en medio de aquella
               oscuridad. La noche avanzaba segura hacia su propio fin. El viejo estaba sentado
               en una banca de granito blanco. Se sacudió las demás hojas secas que tenía
               encima. Un viento súbito le agitó los escasos cabellos blancos: una pronunciada
               calvicie ya le había despejado la frente.


               Con dificultad se puso en pie. Le dolía cada uno de sus huesos. La osteoartritis
               había pasado de amenaza a realidad. Ya era un hombre viejo, aunque no le
               gustara reconocerlo. Esa torpeza para moverse, ese arrastrar el cuerpo como un
               fardo, ese caminar lento como de quien se desplaza entre el fango eran cosas a
               las que debió haberse acostumbrado. Miró a su alrededor y solo observó
               matorrales y árboles de gran follaje. Aún no reconocía el paisaje. Frente a él, un
               angosto sendero se ofrecía como la única opción. Parecía conducir hacia un
               jardín enorme, un parque en el abandono, tal vez. No le atrajo la idea de dirigirse
               hacia allá. Se le antojaba muy peligroso.


               Con todo, solo ese camino se advertía en la penumbra. Lo siguió, pensando que
               lo llevaría de regreso a casa. Seguramente su mujer estaría furiosa por no verlo

               llegar temprano. Sin embargo, no era por voluntad que se quedara dormido en
               casi cualquier parte. La vejez cobraba su cuota de algún modo. En todo caso,
               sabía que no se salvaría de los reclamos conyugales en cuanto abriera la puerta.


               Había caminado treinta metros cuando se dio cuenta de que aquello no era un
               jardín en ruinas, sino un cementerio, un viejo cementerio devorado por la
               maleza. Trató de retroceder, pero notó que algo se movió tras él. Aguzó los
               sentidos y pudo oír con claridad cómo alguien se acercaba con pasos lentos pero
               firmes. Un extraño escozor le recorrió la piel. Siguió adelante, apretando el paso.


               Las lápidas sobresalían entre la hierba menos alta. Las cruces de hierro acusaban
               las huellas de la oxidación. Algunas tumbas exhalaban su fétido aliento. Metros
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