Page 60 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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hombre de muchos años que corría con lentitud, quizá tratando de que la vejez

               no lo alcanzara. Se quedó dormido. No supo cuánto tiempo. Pájaros negros
               picoteaban el cráneo de un gato. Se quedó atónito, aterrado: pensó en
               Mefistófeles. Pero el cuerpo era solamente una masa sanguinolenta que impedía
               establecer el parecido. Ahuyentó a los pájaros. Se acercó al cadáver, solo para
               confirmar. Pudo ver en la pata trasera derecha el lunar que lo distinguía.


               —¡Mefis! —algo se quebró en su interior.


               Cuando volvió a casa, el sol era un anciano decrépito hundiéndose entre la
               hierba sucia y polvorienta. Atravesó la calle y pasó frente a la casa con el
               número 14. El balón de futbol estaba despanzurrado. Un cuchillo de cocina lo
               atravesaba. Desde abajo le pareció distinguir una silueta en su habitación. No le
               dio importancia. El auto de su padre se encontraba estacionado en el garaje. Las
               sombras empezaban a cubrir la ciudad. Arrastrando sus pasos, entró en la casa
               abandonada. No había cuervo alguno. Los muebles, el espejo y la escalera
               parecían esperarlo. Subió con lentitud los escalones. Su mirada estaba vacía,
               despojada de un punto al cual dirigirse. Cuando llegó al último escalón, Eduardo
               ya no era él. Como un sonámbulo abrió la puerta de la habitación. Un rechinido
               le dio la bienvenida. Tuvo la sensación de que había estado en ese lugar hacía
               mucho, de que pertenecía a ese sitio. Aquella cama sucia y desvencijada era su
               cama, aquellos adornos deportivos, aquellos libros, aquel televisor. El último
               rayo de luz solar se había ahogado.


               De la viga central que iba de un extremo a otro de la pared colgaba una soga.
               Una silla de madera aguardaba debajo de ella. No lo pensó dos veces: fue
               directamente hacia ese punto y subió a la silla. Se puso de puntillas y metió
               dócilmente la cabeza dentro del círculo mortal que pendía del techo. Echó un
               vistazo hacia la ventana de su propio cuarto, enfrente. Estaba vacío. La cuerda,

               anudada alrededor del cuello, apenas lograba un roce. Pero sin la silla debajo, su
               cuerpo quedaría suspendido en el aire hasta que llegara el fin. A nadie le
               importaría su muerte. Si de alguna manera ellos se sentían culpables habría
               triunfado. Joderles la vida, que la culpa los persiguiera por los siglos de los
               siglos. Era necesario apurar el paso. Respiró hondo y dio el salto hacia el
               abismo. La silla cayó hacia atrás. Sintió que una fuerza desmesurada le quería
               arrancar el cuello y aplastar la garganta. El súbito dolor se hizo cada vez más
               intenso, más insoportable, pero trató de aguantarlo porque sabía que precedía al
               descanso.
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