Page 63 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
P. 63
más adelante, el viejo observó que incluso había ataúdes rotos fuera de las fosas.
Eso lo inquietó. Oyó un rumor de voces. Pensó que era el viento arrancándoles
murmullos a los árboles. A cada paso levantaba tierra suelta. Dejaba tras él una
estela de polvo que se elevaba a la altura de las rodillas. Deseó que el camino
desembocara pronto en la salida. La ansiedad les imprimió más prisa a sus pasos.
Sus manos viejas y huesudas aún podían quitar los matorrales que invadían el
sendero. Con nitidez, a pesar de su sordera senil, alcanzó a percibir un crujido.
Volteó hacia la derecha y se quedó helado al mirar cómo una mano descarnada
movía la tapa de un ataúd. Un cráneo surgía desde el fondo. El hombre se llevó
una mano a la boca para sofocar un grito. La temerosa luz que la luna arrojaba
iluminó con claridad a la criatura que había salido del féretro, de la bocaza sucia
de la sepultura. Corrió lejos de ahí. Casi se fue de bruces al tropezar con las
salientes de los otros sepulcros. A pesar del esfuerzo no había una gota de sudor
en su frente. Lo detuvo la presencia de dos sujetos que hablaban a un costado de
una cripta con bóveda de cantera.
Los dos tipos conversaban con palabras indescifrables. No comprendió nada. De
repente tuvo la sensación de que ninguno de ellos tenía lengua. Se deslizó con
cuidado para no ser visto. Una ráfaga de luz de luna los iluminó de pronto: la
cara de ambos estaba deshecha, solo eran jirones de carne podrida. Uno tenía un
ojo a punto de caer; al otro le quedaban unos cuantos dientes. Ambos tenían un
aspecto repulsivo. Ahora el viejo tenía una certeza: en aquel cementerio los
muertos acostumbraban levantarse de sus lechos eternos. Sentía como si una rata
caminara sobre su piel. Era el miedo. Se recargó en la pared de una cripta
elegante y antigua para tomar un respiro. Trató de pensar en medio del terror que
le devoraba la razón. ¡Tenía que huir de inmediato de aquella patria de muertos!
Esperó a que los cadáveres vivientes se alejaran un poco y emprendió la huida.
Apenas si pudo volver al sendero que había tomado en principio. Su mujer no
iba a creer cuando le contara lo que sucedió. Siempre renegaba. “¡Qué horas son
estas de llegar, Vicente!”, le gritaría. Pensaría que su retraso obedecía a achaques
de la vejez. Ahora él deseaba con todas sus fuerzas estar a su lado. Ya no la vería
como una vieja maloliente y quejumbrosa.
Oyó un gruñido. No quiso ni pensar a qué animal pertenecía. El nerviosismo se
hizo más intenso. Temblaba. Al dar vuelta en un recodo atisbó la salida del
cementerio. Se quedó boquiabierto, estremecido por un súbito relámpago de
terror: un perro negro, un mastín, le impedía el paso. Se encontraba en posición
de ataque, mostrando los afilados dientes amarillos, los enormes colmillos, los