Page 61 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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Levantó los ojos para lanzar una última mirada y vio al muchacho en su ventana,
parado justo en el quicio, los codos apoyados en el alféizar: ¡tenía su propio
rostro! Y sonreía con descaro. Detrás de él estaba su padre. El impostor volteó y
se lanzó precipitada y felizmente hacia él. Se fundieron en un abrazo. De
inmediato, Eduardo se llevó las manos hacia el cuello para detener el
estrangulamiento. Con los dedos intentó separar la cuerda de la piel que ya se
amorataba en su cuello. Imposible: el peso era demasiado. Agitó las piernas en el
aire, desesperado; se balanceó hacia los costados, buscando con los pies un
soporte que le devolviera la respiración. Pero era demasiado tarde. Sus ojos,
magnificados por el horror, alcanzaron a distinguir cómo su madre entraba a la
habitación y se unía al abrazo con su padre y el impostor. Las manos, exangües,
se dieron por vencidas. El peso del cuerpo terminaba de asfixiarlo. Su mirada
desfalleciente ya no se posó en su doble, que le dedicaba una sonrisa de gratitud
infinita y levantaba la mano discretamente para decirle adiós.