Page 55 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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oído.
Al poner los pies en el suelo de la planta alta tuvo la sensación de que pisaba un
territorio de extraña naturaleza, no real, pero tampoco imaginario. Notó que unas
gotas caían del techo y formaban un pequeño charco sobre el piso de madera.
Dio unos pasos en dirección al cuarto cuya ventana coincidía con la suya.
Temblaba. Se paró frente a la oscura puerta de madera. Dio dos golpes con los
nudillos. No hubo respuesta. Acercó la oreja a la superficie para identificar algún
sonido, alguna voz. No oyó nada, solo la gotera que lagrimeaba a sus espaldas.
Abrió la puerta.
Entró. La habitación estaba amueblada con una cama, un buró, una mesa, una
silla y un ropero. Todas las cosas se encontraban ordenadas. Se respiraba un aire
avejentado. Eduardo revisó con cautela. Caminó hacia el baño para constatar si
había alguien allí, pero no encontró a nadie. Se enfiló hacia la ventana y trató de
abrirla. No pudo. Estaba enmohecida. Quizás tenía años sin abrirse. Desde ese
punto miró hacia la ventana de su habitación. Advirtió que el enigmático
muchacho se hallaba parado allá. Eduardo se quedó inmóvil.
Apenas si podía dar crédito a lo que veía. ¿Cómo pudo él entrar en su casa?
¿Cómo pudo atreverse? Una sonrisa malvada se dibujó en la cara de aquel
intruso: empuñaba un cuchillo. Lamió el filo de la hoja. ¿Estaba loco? ¿Y qué
hacía con un cuchillo dentro de la casa de sus padres? No quería imaginarlo. Le
hizo una señal para que se quedara ahí. El otro no hizo el menor caso y dio la
vuelta, dirigiéndose hacia la puerta, tal vez al sitio donde se hallaban los padres
de Eduardo. Él gritó. Golpeó el vidrio de la ventana con tal fuerza que se quebró
ante la embestida. El filo del cristal hecho pedazos le cortó el antebrazo y la
muñeca. La sangre brotó sin pudor. Con el corazón galopando, bajó corriendo y
salió de aquella casa. Se apretó el interior del antebrazo lesionado para que
cesara de manar sangre. Nervioso, metió la llave en la cerradura y la hizo girar.
Llamó a su madre con un grito.
Ella no contestó. Eduardo volteó hacia todas partes. Entró a la cocina, tomó un
trapo y envolvió la parte más afectada de su brazo. Subió por la escalera a
grandes zancadas. Entró a la recámara de sus padres. No halló a nadie. Ni rastro
de Mefistófeles. Corrió hacia su propia habitación. Por una fracción de segundo
se detuvo ante la puerta. No lo pensó más y giró la manija. Miró hacia el interior.
Sospechaba que el extraño vecino podría atacarlo con el cuchillo. Solo un
maullido del gato. No había nadie más ahí. El joven respiró hondo.