Page 51 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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dándote masaje, ¿verdad?
—Por mí, puedes donarlo a la perrera.
—Eres un maldito —exclamó antes de que las primeras lágrimas se convirtieran
en un caudal de llanto.
Eduardo la miró y suspiró hondo. Cerró el refrigerador y dijo:
—Con permiso.
Ella esperaba que su hijo la defendiera o tuviera un gesto afectuoso de consuelo;
sin embargo, Eduardo se apuró a salir de la cocina. Su madre le tocó el hombro.
—¿A ti tampoco te importo?
—No te pongas así, mamá —la abrazó.
Ella tuvo espasmos de tanto llorar. Se limpió la nariz moqueante y soltó un
suspiro.
—¿No le vas a poner pepinillos? —preguntó.
—No, gracias. Así está bien.
Desde la sala su padre gritó:
—¡Mi amor, vente, ándale. Deja la cocina. Ya va a empezar Esposas
desesperadas!
Eduardo subió a su cuarto. Recargó los codos sobre el alféizar y se quedó
inmóvil, con la mirada perdida durante varios minutos. Estaba triste pero no lo
sabía. De repente vio al mismo muchacho parado bajo la ventana vecina pero
ahora, a la tenue luz de la luna, distinguió un hilo de sangre en su boca. Llevaba
un balón de futbol con gajos blancos y negros entre los brazos. Enseguida
desapareció, pero Eduardo sintió cómo lo observaba desde la oscuridad. Luego
se fue a la cama y tardó mucho en conciliar el sueño.
La escuela le proporcionó su dosis puntual de tedio. Ya no odiaba a nadie. Ni
siquiera merecían atención. Cumplía con las tareas como quien ensambla