Page 49 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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padre pensaba que esos cambios tendrían efectos en la calidad de su matrimonio,
que para Eduardo ya estaba condenado al precipicio. Sí, a uno profundo y
riscoso adonde no quería acompañarlos, pero al que ineludiblemente se dirigía.
El viento movió la cortina. Eduardo la abrió. Necesitaba aire fresco. Respiró
hondo y se pasó las manos por la cara. Se frotó los ojos y notó que ni con eso
hubo lágrimas. Hacía tiempo que no lloraba más. Era inútil. Lo que hiciera u
opinara valía tanto como un cero a la izquierda. Creían que las únicas víctimas
eran ellos.
Recargó los brazos sobre el alféizar y miró afuera. La luna estaba tan sola como
él. Pensó que ella ya se debía de haber acostumbrado. Sus padres habían echado
a perder la primera noche en ese barrio antiguo poblado por familias de clase
media. Casa nueva y la terca ilusión de una vida nueva. Hacía frío. Observó que
justo frente a su ventana había otra semejante. Alcanzó a distinguir dentro una
silueta caminando. Pero al parecer la casa vecina estaba deshabitada. Miró en el
cristal de la ventana un rostro. Era su propio rostro reflejado en la superficie
oscura, probablemente. Se retiró de ahí para acostarse. Aun con la luz apagada
distinguió las manecillas del reloj: diez de la noche.
A la mañana siguiente se marchó a la secundaria. No quería que lo llevaran.
Prefería irse en autobús. Pasó frente a la casa vecina y leyó en un anuncio
colocado sobre el jardín: “Se vende”. El número 14 estaba pegado a la puerta.
Sus padres se habían quedado dormidos, seguramente fatigados por la
reconciliación. A Eduardo le resultaba cada vez más insoportable. Le daban
náuseas. ¿Era eso el matrimonio? ¿Era un cíclico y enfermizo torrente de
agresiones y afectos? Él jamás se casaría. A no dudarlo. Se detuvo en la esquina
para esperar la llegada del transporte.
La escuela estaba llena de idiotas que se esmeraban en pasarse de listos haciendo
bromas delante de las muchachas para lucirse. Los odiaba y trataba de
mantenerse alejado de ellos. Allí no tenía amigos. Prefería estar solo, lejos de la
multitud. Solía sentarse en una de las bancas y morderse las uñas con ahínco,
pero meticulosamente. Los compañeros del grupo le apodaron Comeúñas.
Eduardo nunca hizo nada por mantener oculto su tic nervioso. Sus notas
escolares no eran para enorgullecer a sus padres: ellos no valían el esfuerzo.
Mantenerse apenas a flote sobre las aguas de la enseñanza era su manera de