Page 50 - La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas
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rebelarse contra ellos.


               El joven regresaba a casa a las dos. Casi siempre comía solo. Su madre trabajaba
               en una estética de Zona Dorada y volvía a casa a las ocho o nueve de la noche.
               Eso, que parecía un conato de abandono, a él le hacía sentir muy bien. Al menos

               contaba con seis o siete horas para no ver la curva de amargura en su boca.

               Su padre acostumbraba volver a las seis, pero no le daba ni el saludo. Llegaba
               directamente por el control del televisor y permanecía frente a él, escupiendo

               carcajadas, iluminado solamente por aquellos parpadeos electrónicos. El idilio
               entre ese hombre y el aparato solo era interrumpido por la llegada de su esposa.
               Esto le daba a Eduardo la oportunidad de encerrarse en su cuarto a refugiarse en
               la música y en el sueño, sus sitios de fuga favoritos.


               Volvió a casa. Le dio croquetas a su gato Mefistófeles. Se quitó la playera con el
               escudo escolar y de repente vio que una silueta se hallaba parada en la ventana
               de la casa vecina. Era la silueta de un niño que tenía tal vez su edad. Estaba
               inmóvil, era delgado y de cabello corto, como él. ¿Vivía alguien en esa casa? Tal
               vez era un niño que había entrado a ella a hurtadillas para fumar sin que nadie lo
               viera. O a buscar algo de valor para llevárselo. Pero el muchacho no se movía.
               Eduardo se incomodó al sentir que aquel lo miraba directo a los ojos. Se ocultó
               detrás de la cortina. Desde un ángulo donde pasaba desapercibido husmeó.
               Entonces observó el rostro con mayor claridad: era flaco, de ojos hundidos, el
               cuerpo esmirriado y la mirada perdida pero agresiva, intimidante. Un escalofrío
               ascendió por sus piernas y le recorrió la columna.


               Volvió a asomarse. El muchacho había desaparecido. Pensó que quizás aquello
               era un espejismo, una ilusión óptica provocada por el cansancio: no dormía bien
               cada vez que sus padres reiniciaban la contienda; nunca lo confesó pero la
               oscuridad bajo sus ojos lo revelaba. Bajó a prepararse un sándwich y desde las
               escaleras distinguió el rumor de una nueva discusión. Trató de no verse afectado
               por ella y abrió el refrigerador para sacar la mayonesa y el jamón.


               —Es que no es posible que estés echado ahí y no se te ocurra ayudarme siquiera
               con el perro: ¡se está muriendo de hambre!


               —Yo te dije muy claramente que no me gustan los animales. Fuiste tú quien
               insistió en comprarlo.


               —Pues no lo quieres aquí pero bien que te la pasas con las patotas encima de él,
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