Page 118 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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112                   EJERCITO  DE  ALEJANDRO

      liería,  hay  que  tener presente  siempre  que  aquellos  caballos  no  estaban  herrados.
      Y,  en  cuanto  a  los  jinetes,  imaginémonos  cómo  contribuiría  a  aumentar  sus
      molestias  y  penalidades  el  hecho  de  que  montasen  sin  silla  y  sin  estribos,  sim­
      plemente  sobre  una  manta  colocada  sobre  el  lomo  y  sujeta  con  la  cincha.  La
      falta  de  estribos  entorpecía  al  jinete  en  el  combate  hasta  un  punto  que  difícil­
      mente  podemos  imaginarnos  hoy;  no  podía  apoyar  los  pies  en  nada  para  asestar
      el  golpe  o  descargar  el  mandoble,  lo  cual  hacía  que  sólo  dispusiera  de  sus  fuer­
      zas  de  cintura  para  arriba  y  que  se  hallase,  asimismo,  más  expuesto  a  la  vehe­
      mencia  de  la  masa  cerrada  que  se  lanzaba  como  una  tromba  sobre  el  enemigo
      para  romper  sus  filas.  Parece  que,  a  tono  con  esto,  el  adiestramiento  del  jinete
      tendría  que  ir  enderezado  especialmente  al  objetivo  de  acostumbrarlo  a  moverse
      con  la  mayor  libertad  posible  sobre  su  caballo,  como  todavía  hoy  podemos  des­
      cubrir, hasta cierto  punto,  en las  pinturas  y  esculturas  de  aquella  época.
          Un  rasgo  extraordinariamente  característico  de  la  caballería  de  Alejandro  es
      que  esta  arma  no  tenía  solamente  oficiales,  sino  un  verdadero  cuerpo  de  oficia­
      lidad.  La  sómatofilacia,  el  cuerpo  de  los  “jóvenes  del  rey”,  era  algo  parecido  a
      lo que habría  de ser,  al correr de los  siglos,  el  Gymnasium  illustre  de  la  caballería
      fundado  por  Gustavo  Adolfo  de  Suecia:  una  verdadera  “academia  de  ejercicios
      hípicos”,  la  escuela  previa  por  la  que  pasaban  los  jóvenes  de  la  nobleza  macedo­
      nia;  de  ella  salían  los  “hetairos’’  de  la  caballería,  los  oficiales  de  los  hipaspistas,
      de los  pecetairos,  de los  sarissóforos,  etc.,  para  ir  ascendiendo  a  puestos  cada  vez
      más  altos,  con  arreglo  a  una  jerarquía  de  que  han  quedado  huellas  en  múltiples
      ejemplos.  El puesto supremo o, por lo menos, el  más  cercano  al  rey,  era  el  de los
      siete  sómatofílaces  y,  al  parecer,  el  de  los  llamados  “hetairos”  en  sentido  estric­
      to;  tanto  unos  como  otros  se  hallaban  constantemente  a  las  órdenes  del  rey  para
       dar  su  consejo  cuando  les  fuera  solicitado,  para  actos  de  servicio  y  para  desem­
      peñar  mandos  en  comisiones  temporales.  El  jefe  supremo  después  del  rey  era
      el  viejo  Parmenión  en  las  fuerzas  expedicionarias  y  dentro  del  reino  Antípatros,
      ignorándose  si  ostentaban  o  no  un  título  especial.  Venían  luego  —no  sabemos
      en qué orden jerárquico— los hiparcas de los distintos cuerpos de caballería,  los  es­
      trategas  de las  falanges,  de  los  hipaspistas,  de  las  tropas  de  los  aliados  helénicos
      y  de  los  mercenarios;  en  seguida,  probablemente,  los  ilarcas  de  la  caballería,  los
      ciliarcas de los hipaspistas,  los  taxiarcas  de los  pecetairos,  etc.  De vez  en  cuando,
       son  convocados  también  a  los  consejos  de  guerra  los  “hegemonos”  de  las  tropas
       aliadas y de los  mercenarios,  aludiendo  con  ello,  sin  duda,  a  jefes  como  Sitalces,
      que  mandaba  a  los  acontistas  tracios;  como  Atalo,  que  tenía  el  mando  de  los
      agríanos;  como  Agatón  y  Aristón,  que  estaban  al  frente  de  los  jinetes  odrisios  y
       peonios,  y  tal  vez  también  a  los  mandos  de  los  contingentes  helénicos  y  de  los
      lojes  de  los  mercenarios  griegos.  Nos  salen  al  paso  aquí  multitud  de  problemas
       de  orden  técnico  a  los  que  no  se  encuentra  contestación  en  las  fuentes  de  que
       disponemos;  pero  no  estará  de  más  apuntarlos,  aunque  sólo  sea  para  tener  pre­
       sentes  las  lagunas  de  que  adolecen  en  este  punto  nuestros  conocimientos.  Los
       relatos  de la batalla  de  Pelión,  de  que  hemos  hablado  más  atrás,  demuestran  que
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